viernes, octubre 26, 2007

Auuuuuuuuuuuuuuuuuuu

La luna es un pozo chico,
las flores no valen nada,
lo que valen son tus brazos
cuando de noche me abrazan

Federico García Lorca



Lágrimas, tristes lágrimas, ay, de tristezas grandes y saladas soledades, sin más explicaciones.

Olvidos, ay, amargos olvidos que se consuelan allá donde los sollozos, quemándolo todo, abren su claro en el bosque.

Allí donde, muy solos, ay, se encuentran los lobos y se abrazan a la luz escondida de esta Luna tuya y mía.

miércoles, octubre 03, 2007

Sicalipsis Now! (I) Una terapia de urgencia

"Eppur si muove…", dicen que dijo Galileo Galilei




I

Bajo su apariencia convencionalmente correcta y pulcra, un asunto de pura fachada profesional, por decirlo de alguna manera, Cordelia es tan rara como la luna que lleva su nombre.

Hace unos días me llamó de sorpresa, como siempre. Como siempre, sí, ya que siempre está ocupada y con mucho que hacer como para poder ponerse a pensar en sí misma, por lo que no suele ser cosa frecuente que se acuerde de mí.

Yo vengo a ser su paño de lágrimas, para entendernos, y he de declarar que me doy por muy satisfecho con semejante distinción.

Como no sea de risa, tampoco es que sea una mujer dada a llorar, al menos en presencia de testigos, también he de aclarar.

Digamos que a veces tiene necesidad de consultar cuestiones y entonces, según sea la naturaleza del asunto y si no se le ocurre nada mejor, es posible que recurra a mí.

Para mí también es satisfactorio el trato, pues además de que me agrada mucho su presencia, también me siento muy recompensado pudiendo ver las cosas a través de su mirada, siempre interesante e interesada.

Siempre va al grano, y eso naturalmente me maravilla.

—Resulta que entre los bosquimanos del Kalahari existe una curiosa costumbre —arranca Cordelia después de animarse con un sorbo de café—. Como ya sabrás, no es que el desierto del Kalahari sea precisamente un lugar como para poder llevar una vida regalada, ni mucho menos, así que esta gente tiene que ingeniárselas muy bien para lograr subsistir allí.

Siempre consigue sorprenderme esta mujer. Sus libros de cabecera suelen ser del estilo de "Cómo triunfar en los negocios con gracia y salero", "Psicología aplicada al trato con directores de banco díscolos" o "El amor como PYME", así que me tiene completamente intrigado con este su repentino interés por la antropología romántica.

—Sigue sigue, por favor —le digo finalmente—. Te estoy escuchando con mucho interés.

Interés es una palabra clave para ella, algo así como la llave maestra de su corazón, así que, debidamente convencida, se apresta a continuar:

—Esteatopigia es la clave, agárrate a la palabreja —me dice, lanzándome una centelleante mirada que me parte en dos—. No sé si te dice algo.

—Sí, claro, cómo no —consigo responder—. Es una cosa que les pasa a las mujeres africanas…

—Sí, claro, a las mujeres africanas —asiente, tomando carrerilla—. Bien, vamos a dejarlo así por ahora. El caso es que, para lo que aquí nos interesa, consiste en un mecanismo de adaptación por el cual las mujeres africanas de etnias tales que la bosquimana del Kalahari acumulan reservas energéticas en las épocas de abundancia para poder recurrir a ellas cuando sobreviene la escasez.

—En los glúteos —oso aclarar.

—En sus traseros, efectivamente —asiente ella satisfecha—. Se les pueden poner enormes, y claro está, como no podía ser menos, eso a los hombres les resulta del mayor interés, de manera que cuanto más reservas tenga una mujer, tanto mayor será su atractivo.

—Según un estudio de una universidad norteamericana muy distinguida, el interés por los glúteos suele ser una preferencia de varones con un alto coeficiente de inteligencia —argumento defensivamente por si acaso.

—Para eso sois todos geniales, hay que reconocerlo —dice Cordelia sonriéndose, aprestándose a tomar otro sorbo de café.

—Todos todos, no —protesto enérgicamente—. En la disyuntiva de tener que elegir, las cifras del estudio indican que la inmensa mayoría de los varones se decantan por los senos femeninos.

—Por un buen par de tetas, que se suele decir —asiente rápidamente—. Sí, seguramente será así. La cuestión es que, al parecer muy inteligentemente, a la luz de ese decisivo estudio que mencionabas, los bosquimanos del Kalahari se mueren de pasión por los culazos de las bosquimanas en proporción directa a su bulto, cuanto más grande mejor.

—Sigue teniendo sentido —me dispongo a argumentar—. Digamos que la mujer tiene así garantizada su autonomía en caso de necesidad, mientras que ella sería la última en poder beneficiarse de sus propias ubres, por muy grandes y henchidas que las tuviera.

Me hago el tonto mientras ella me lanza rayos con la mirada.

Soy plenamente consciente de que lo de las ubres le ha llegado hasta el fondo del alma.

Sus pechos son, por cierto, muy hermosos. Lo mismo que su trasero, por otra parte. Faltaría más.

No estaré descubriendo ningún nuevo mundo si digo que en realidad toda ella es hermosísima y bellísima, pues es algo público y notorio. Hasta el punto de que siempre escogemos la posibilidad más discreta para nuestros encuentros, pues me llena de desasosiego la curiosidad que nuestras incongruentes presencias suele suscitar.

Y poder verla así, a punto casi de estallar de impaciencia y contrariedad, eso es ya todo un privilegio, reservado únicamente para un selectísimo número de supervivientes.

De hecho, no conozco a nadie más que, siendo capaz de ponerla en semejante trance, luego no haya pasado inmediatamente a engrosar la lista de sus ex: Ex-marido, ex-socio, ex-empleado, ex-banquero, ex-amigo o ex-amiga…

En realidad no tengo noticia de nadie tan osado como yo en este sentido, del mismo modo que tampoco tengo el menor reparo en admitir que soy un privilegiado.

—Qué bruto eres! A veces me desconciertas —acierta a decir finalmente—. En fin, a lo que íbamos, que luego ya habrá tiempo de ajustar cuentas.

A veces me suele sermonear. Me empieza a decir cómo y dónde me tengo que vestir y cortarme el pelo. Si de ella dependiera, tendría el mundo como si fuera su casita de muñecas, todo arreglado, ordenado, primoroso y reluciente.

Dice que conoce muchísima gente desastrosa, pero ningún caso tan grave como el mío, porque no es una cuestión de dejadez o descuido, sino algo deliberado.

Dice que en tiempos ella también fue una anarquista como yo —!!!—, por probar, pero que luego no tuvo más remedio que madurar, porque comprendió que a este mundo no se viene uno a quejarse y protestar, sino a procurar hacer las cosas bien.

Antes la temía, pero ahora me hace disfrutar como nadie. Como ya he comentado más arriba, me suele gustar ver las cosas a través de su mirada.

Mi armas secretas, por decirlo de alguna manera, son que nunca le llevo la contraria ni pongo en cuestión sus asuntos, así que nunca discutimos.

A veces también, me suele decir cosas muy amables.

Lo mejor que me ha dicho hasta ahora, en más de una ocasión además, es que en cuanto tenga tiempo se ocupará de mí. Según ella, me quiere poner a funcionar como es debido.

Dice que soy como un diamante… en bruto, claro está.

Otra cosa que he aprendido a través de ella es la fascinación por los metales y las piedras preciosas. Las joyas la vuelven loca, pero dice que no tiene más remedio que ser práctica y que por eso se conforma con manejar dinero, mucho dinero, cuanto más dinero mucho mejor. Este aspecto de su persona también me llena de admiración, por supuesto.

Sus ojos sí que son un par de joyas preciosas, únicas en todo el orbe, sin duda, y ahora me están mirando; muy brillantes, por cierto.

—Pues resulta que los pretendientes bosquimanos del Kalahari tienen una costumbre curiosísima a la hora de declarar sus sentimientos a la mujer que desean tomar como esposa —dice, atenta mis reacciones—. Seguro que te va a hacer mucha gracia.

—Seguro que sí —asiento sin dudar, convencido—. No será la primera vez que me sorprendas, queridísima Cordelia de mis entretelas, así que adelante, estoy preparado.

—Ni más ni menos que se dedican a tirar flechitas a los esplendorosos culazos de sus idolatradas—dice finalmente, satisfecha de mi perplejidad ante la repentina revelación—. Resulta que para esas cosas del amor tienen unos arquitos muy pequeñitos con los que lanzan una flechitas igualmente muy pequeñitas, menos mal, para clavarlas en los traseros de sus amadas y así declararles su ardorosa pasión. Tampoco les resultará muy difícil acertar en el blanco, por supuesto, pero hay que reconocer que ya sólo la ocurrencia tiene su mérito.

No puedo evitar mirar a mi alrededor para cerciorarme de que el mundo sigue girando como siempre, indiferente, comunicando imprescindibles sensaciones de costumbre, equilibrio y fiabilidad.

Ella también hace lo mismo, pero su mirada lleva otro rumbo muy diferente.




—Tienes que venir a casa a probar un café que me he traído este último viaje —dice finalmente, muy seria—. No sé si ya te he contado que nos fuimos de vacaciones a Indonesia. Quería sacarles a los críos a dar una vuelta por el mundo, a ver si empiezan a enterarse, pues se pasan todo el día encerrados con la tele y esa mierda de los videojuegos. En fin, a lo que íbamos, hablando de mierdas: Se llama Kopi Luwak y es el café más caro del mundo. Quiero saber qué te parece. Ya te contaré los detalles, pero es la cosa más extraña y caprichosa que me he puesto delante jamás. Una auténtica mierda, como lo oyes, sólo que convertida en oro, para que luego digan de los alquimistas.

—Mis noticias llegan como mucho al mítico café de las Blue Mountains de Jamaica, que también es muy caro, pero te aseguro que no es ninguna clase de excremento —digo tranquilamente, sin que me tiemble la voz, convencido.

—Bien, a lo dicho, te llamaré la semana que viene, lo tienes que probar —resume entre centelleos en la mirada, dispuesta a continuar con lo suyo—. Si te fijas bien, el cortejo de los bosquimanos del Kalahari viene a ser como la historia de Cupido con sus flechitas del amor, no es cierto?

—Sí, indudablemente —asiento convencido.

—Además, si se tiene en cuenta que los bosquimanos del Kalahari suelen ser pequeñitos, creo que antes les llamaban pigmeos, el parecido es aún más asombroso, puesto que Cupido suele ser un niño —concluye satisfecha su inspirada comparación—. El caso es que, imagínate, tener el culo lleno de flechitas clavadas, a cuenta de que una tenga muchos y muy apasionados pretendientes.

—Cuesta mucho hacerse una idea, la verdad —reconozco convencido—. A lo mejor lo tienen anestesiado, ya que a fin de cuentas no es otra cosa que un buen colchón de grasa.

Esta vez prefiero cruzarme de brazos y mirar al suelo, hacia la punta de mis zapatos, pues no me siento capaz de enfrentar su mirada, que ya me basta con imaginar.

—Tanto te cuesta entender que la gracia consistiera, precisamente, en poder sentirlas muy bien? —corrige impaciente, buscando mi mirada—. Ya que se toman un trabajo tan delicado, lo lógico será que les suponga alguna clase de disfrute muy particular, de auténtica exquisitez, digo yo, porque si no fuera así no veo qué otro interés pueda tener.

—Interés es la palabra, sin duda —me arriesgo, convencido de poner en peligro mi integridad por una causa justa.

—Mira por dónde, me parece que vamos a tener una conversación muy interesante —suspira finalmente, renunciando por un momento a hipnotizarme como a un pájaro con su mirada—. Tampoco será la primera vez, claro está, y eso es lo que podía esperar cuando he recurrido a ti. Necesito aclararme de algunas cuestiones que me tienen un poco preocupada.

—Sírvete tú misma, como de costumbre —me rindo convencido.

Esta vez sí quiero ver sus ojos, brillantes de satisfacción mientras sonríe sin poderlo evitar.

—Ahora hablando en serio, qué pensarías si te dijera que me gustaría probar una cosa así —añade finalmente, mirándome fijamente, sin darme cuartel—. Tener el culo lleno de flechitas clavadas, quiero decir.

Alrededor, en el mundo, la tarde parece detenida en un mismo momento eterno, sin señal de cambio ni progresión, plácidamente.

—Ya lo sabes —añado por mi parte después de pensarlo bien, aunque en un convencido tono casual—: Por mi parte, ahora mismo puedes cargarme de cadenas y puedo gustoso morir…

(continuará…)