martes, julio 29, 2008

Ghost Rider in the Sky

Parecen existir posibilidades de que este diario retorne a cierta normalidad.

Lo sigo sintiendo tan necesario como en el primer momento, y agradezco los testimonios al respecto (del diario).

En fin, tendré que empezar por limpiar los sulfatos que ciegan los circuitos energéticos; luego procuraré corregir escrupulosa y metódicamente los ejercicios literarios en general (empezando por los míos, en la medida en que sean tales); y una vez que todo vuelva a estar en marcha por aquí, intentaré validar la pretensión de que ésto pudiera ser un diario.

Admito que llevo una temporada perdido, completamente al margen de Internet, prácticamente irrecuperable más allá de ciertas crudas singladuras en Pura Carne Avenue*.

!!!

* Sublime letrista/letrero y tanto así becario poetastro, abstenciónate —sí,  sic, y chúpate ésa— de hincar el diente, decíamos, aquí; pues ésta no es que sea tierna carne, precisamente.


A tomar por saco

Mr. Natural

sábado, marzo 22, 2008

Los decires de Adriana (IV)

Por Roque Domingo Graciano


"me entusiasmé con Adolfo"


A Adolfo me lo presentó una compañera entrerriana que cursaba conmigo Derecho Internacional. Fue en el jardín del Banco de la Provincia, al lado del la Facultad de Derecho. Había estacionado un Peugeot 403 azul en los jardines del Banco y el guardia le ordenaba que lo retirara. Nos saludó y nos invitó a llevarnos a nuestras casas. Aceptamos. Me llamó la atención su cogote grueso, sus trapecios poderosos, sus piernas arqueadas. Hablaba suave y pausadamente. A los treinta segundos de conocernos, le pregunte qué estudiaba. “Veterinaria”, me respondió. Comprendí qué me llamaba la atención. Tenía olor a bosta como los hombres de mi niñez. Aunque bañadito y con ropa limpia, se le notaban las huellas de los abrojos.

Obra de la casualidad o de la búsqueda, nos encontramos en varias oportunidades en el centro, en calle 7, cuando yo salía de cursar. Tomábamos un café o una gaseosa y charlábamos. Él sentía una admiración manifiesta hacia los estudiantes de ciencias sociales:

—Ustedes están en contacto con las grandes corrientes del pensamiento, con las escuelas que explican la vida y el universo.

Lo que hoy me avergüenza no es que él lo haya dicho sino que yo lo creyera así. ¡Pecados de juventud!

La primera invitación de Adolfo lo pinta de cuerpo entero. Me invitó a ver La hora de los hornos de Pino Solanas en el cine de la Facultad de Ciencias Económicas. Me pasó a buscar por el colegio y me presentó a sus compañeros de militancia, entre otros a su líder, el Gato Canet, un estudiante de Arquitectura barbado e histérico. Yo tenía un par de zapatos de 200 dólares y estos me hablaban de los pobres y de no sé qué luchas. “Mi lucha es contra el alcohol, no contra el imperialismo”, pensé.

Mis médicos me alentaron para que continuara mi relación con Adolfo. Uno de ellos, Fernando Talaño, tuvo una charla con él. 

—Tenés que darle contenido a tu vida y sentido a tu existencia —me dijo como síntesis.

Han pasado los años y ese apotegma es un jeroglífico que me sigue dando vueltas en la cabeza sin lograr comprenderlo. ¿Qué me quiso decir mi médico?

De cualquier manera, me entusiasmé con Adolfo y a través de él, con la política. Nos casamos con toda la pompa: misa de esponsales, orquestas, flores, familias y Mariana incluida, que estaba tan feliz y contenta como si la que se casara fuera ella. La luna de miel la pasamos en el centro histórico de Colonia (Uruguay), en la Posada del Caudillo, propiedad de mi analista.


"Caí nuevamente en el alcohol"


Me compré un departamento frente a Plaza Italia. Comíamos bifes de chorizo en el San Jorge de 7 y 54. Participé de la procesión a Vicente López en el 72 para aplaudir y saludar al general Perón. Me dije y me sentí peronista. Asistía a asambleas, pintadas, volanteadas. En marzo del 73, fui fiscal del FREJULI en las elecciones generales y en mayo del 73 con otros miles le gritaba a los milicos “Se van, se van y nunca volverán”.

En julio del 74 se acabó la fiesta. Nuestro departamento estaba a 100 metros en línea recta del local central de la Juventud Universitaria Peronista (J.U.P) y no podíamos comer ni dormir por las balas y las bombas.

Una tarde, al anochecer, la patota de Esteban me allanó el departamento. Por suerte sólo estaba yo con una amiga, la Japonesa, y el Pata Beltrami, que andaba medio escondido. La cosa no pasó a mayores, no robaron ni rompieron nada, pero quedé mal, atemorizada. A partir de eso, tus actos no son fruto del sano discernimiento ni del ejercicio prudente de la libertad, sino del miedo, del temor. Hablo de los actos cotidianos como estacionar el auto o hacer fila en la ventanilla de un banco. El miedo, el temor te condiciona desde lo público hasta lo más privado.

La situación empeoró más y más. Coloqué a Mariana de pupila todo el día y la visitaba diariamente; sólo la sacaba los fines de semana. A veces el grado de violencia en la ciudad era tal que los fines de semana me quedaba con ella para no sacarla del colegio. No podía más. No dormía en semanas enteras. La cabeza me estallaba. Los Ford Falcon verdes tiraban cadáveres en las calles. No aguantaba más. Caí nuevamente en el alcohol. Había dejado de tratarme desde que vivía con Adolfo. Cometí un error que un alcohólico nunca puede cometer: olvidarse de que es un enfermo.

En el 75 quedé embarazada de Camilo. Un desastre. Adolfo no podía ingresar a la facultad ni dormir en casa. Andaba prófugo. Lo buscaban para matarlo. Pensé en abortar, en suicidarme. Pensé en Mariana. En un momento de lucidez, consulté con uno de los médicos que me habían tratado. Al principio me atendió con distancia, desconfiaba. En la sociedad se había instalado la desconfianza. El otro temía que lo involucraras, que lo contagiaras. Temor al contagio. Al final la relación se suavizó y me aconsejó que me fuera de la ciudad, que me recluyera con las monjas en otro convento. Me internaron 45 días para una desintoxicación rigurosa; después, me instalé con Mariana en un colegio de General Pirán. El 30 de enero de 1976 nació Camilo en una clínica de Mar del Plata y el 30 de marzo del mismo año (6 días después del golpe militar), Camilo, Mariana, Adolfo y yo cruzábamos, en Bariloche, la frontera hacia el Chile de Pinochet, y de ahí a Panamá. En esos días, lo mataron al jefe de Adolfo, el Gato Canet. Fue un golpe duro para Adolfo. Sentía una verdadera admiración por el Gato.

El Gato era un típico dirigente estudiantil. Rápido mentalmente; hábil orador de asambleas; con la respuesta o la chicana a flor de labio. Nunca tuve afinidad con él ni lo traté mucho. A veces venía a casa, cuando vivíamos frente a Plaza Italia. Vestía un paletó azul con enganches de madera. Tenía rasgos delicados. Ojos claros, tez blanca, nariz levemente ganchuda. Era hijo de una familia pudiente de la provincia de Buenos Aires. El abuelo había sido político, diplomático y novelista.


"Fue un exilio duro"


Fue un exilio duro, como todo exilio. Nunca me integré en una comunidad tan joven. Tampoco soporté el olor, la mugre, el calor, la violencia. Parece mentira que yo hable de la violencia de otros, que me asuste de la violencia de otros con toda la violencia de mi familia, de mi generación, de mi pueblo. Con toda la violencia de mi vida. Es como dice el refrán: ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en tu propio ojo.

En Panamá la violencia es cosa cotidiana, de todos los días, está en el aire; es una violencia callejera, barrial. Aunque con dificultad, asimilaba la violencia argentina de aquella época: era una violencia política cuyas variantes intuitivamente manejaba. Por el contrario, en Miraflores se mata en un boliche porque miraste feo, porque llevás una ropa no aceptada por el resto. Se matan por boludeces o cuestiones para mí incomprensibles. Eso me hacía moco.

Por ese entonces Adolfo estaba siempre de reunión en reunión. Yo lo esperaba en la ventana. ¿Vendrá, vendrá? ¿Lo mataron de un navajazo por usar gafas?

Me volqué de lleno en Mariana. La llevaba a un colegio de monjas francesas y estaba mucho con ella. Fue un volcarme hacia adentro, hacia mí, hacia Mariana y Camilo.


"La chata lo partió al medio"


Estando en Centroamérica recibí la noticia de la muerte de mi padre. Yo no podía ingresar a la Argentina; mi hermano me comunicó, minuciosamente, cómo había muerto.

Mi padre estaba jubilado como médico; no ejercía más en el pueblo y en los papeles. Pero como estaba residiendo en el campo, en Ojo de Agua, cuando algún vecino lo necesitaba, él lo atendía. En una ocasión un vecino lo llamó por una gripe o algo así. Él fue. Cuando regresaba, en dirección norte-sur, al llegar a la estancia giró a la izquierda para entrar por la tranquera y se le atravesó a una chata que venía en sentido contrario. La chata lo partió al medio. Lo mágico, lo extraordinario del caso es que mi hermano venía detrás de la chata, a unos 300 ó 500 metros, y vio a mi padre que venía en sentido contrario y pensó “papá va a girar para la izquierda y la chata se lo va a tragar”, y así fue.

Luego resultó que mi hermano fue el principal testigo de descargo de la chata que mató a mi padre.

La muerte de mi padre produjo en mí un efecto positivo, benefactor, saludable. Me liberó del temor. Muerto mi padre, me sentí libre, dueña de mí; predispuesta a la felicidad y al goce.


"Una segunda pareja"


En la actualidad mi madre vive en Quilmes, cerca de la catedral. Se casó en segundas nupcias con Florencio, ¡un compañero del jardín de infantes, salita rosa!

No sólo se conocen de toda la vida, virtualmente, sino que de alguna manera fueron también pareja ¡durante toda la vida! Una segunda pareja, pero pareja al fin.

La relación comenzó en el jardín de infantes, cuando Florencio le escondió la bolsita* a mi madre. Así, entre llantos y agresiones, llegaron a la primaria, donde en algún momento comenzaron a noviar.

Con intervalos y reencuentros la relación continuó durante la primera juventud, hasta que Florencio viajó a la ciudad de Buenos Aires para comenzar unos estudios de medicina que nunca terminó.

Por esos años mi madre perdió todo contacto con Florencio y la familia de él, quienes se habían establecido en Avellaneda.

Se reencontraron un verano en Mar del Plata. Ambos ya estaban casados y con hijos, pero el fuego entre ellos continuaba; y tuvieron ocasión para avivarlo y alimentarlo.

Después, la separación hasta el próximo abrazo, que se daría 2 ó 3 años más tarde.

Cuando mi madre quedó viuda, Florencio, que trabajaba en un laboratorio de productos medicinales, tenía a su esposa enferma de parkinson.

Aún en vida de la mujer de Florencio, la pareja ya tomó cierta continuidad y consistencia; así que, cuando ella murió, legalizaron la situación y se fueron a vivir a calle Rivadavia, en Quilmes.


"Es hora de ir por la vereda del sol" **


Adolfo y yo habíamos comenzado una larga charla que, aunque todavía no ha concluido, ha cumplido etapas irreversibles. El esquema de nuestra charla era el siguiente: él o yo partíamos de una verdad no cuestionada, de una utopía, de un afecto antiguo que planteábamos al otro, al principio como una certidumbre; luego, en el devenir de la conversación fuimos introduciendo matices, distingos, precisiones que relativizaban el punto de partida. Buscábamos en el otro que aceptara la nueva postura, el cambio, la modificación; a veces, la refutación o la negación. Este ejercicio de diálogo lo acometíamos cada noche, disciplinadamente, y poco a poco Adolfo fue asumiendo un cambio, una transformación que estaba en él desde que llegamos a Panamá. Fue encontrándose, aceptándose: Aceptando que no estaba obligado a lo imposible, por definición; aceptando que podía ser feliz, que no estaba condenado ni al fracaso ni al sufrimiento. Hasta que finalmente dejó la política, asumiendo esa decisión como una emergencia de su manera de sentir.

Sin embargo, contrariando lo que un pensar ingenuo podría suponer, nuestra pareja se iba enfriando a medida que aumentaba nuestra comunicación, nuestro diálogo. En esas charlas comenzó a desvanecerse nuestro deseo en la pareja, para acabar extinguirse definitivamente con el correr del tiempo. En nuestra pareja el sexo fue indirectamente proporcional a nuestra amistad.

Pensamos establecernos en EEUU o Europa, pero surgieron dos inconvenientes. El mejor argumento que tuvo Adolfo para romper con su círculo de compañeros era que quería terminar su carrera de veterinario en México, dando a entender que allí proseguiría su militancia. Le faltaban 4 ó 5 materias. De tal manera, planificamos nuestra ida a México. Ahora bien, cuando ya estábamos próximos al viaje, me llegó una jugosa propuesta para atender los asuntos legales de una empresa europea en Quito, Ecuador.

Así que me instalé en Ecuador con Mariana y Camilo, mientras Adolfo tramitaba sus reválidas en México. Ya en Quito, comencé mi camino profesional con paso firme. Trabajé y estudié mucho. Viajé a Europa y EEUU por cuenta de la empresa y tuve importantes vinculaciones con la banca francesa, que sería la que en definitiva me abriría un portón aquí, en la Argentina.

Excepto algún encuentro esporádico, estuve separada de Adolfo cerca de 2 años. Para cuando regresó de México para instalarse en Ecuador, ya recibido de médico veterinario, la situación en la Argentina había cambiado. Lo más duro de la dictadura militar había pasado y Galtieri*** se encaminaba al papelón de Malvinas.


* * *


* Alude a una bolsa de tela donde los niños del preescolar llevan los elementos escolares. (El Ordenador). ** El Labuelo. *** Leopoldo Fortunato Galtieri, general y presidente no constitucional de Argentina. Le declaró la guerra a Inglaterra en abril de 1982, por lo que fue aclamado por miles y miles de argentinos en la histórica Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires, al grito de “¡Dale Leo, dale Leo!”. (El Ordenador)


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la cuarta entrega de las 5 de que se compone este relato, la quinta y última de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)


jueves, marzo 20, 2008

Rojo y negro

Por Gladys Lopreto


          Mi sangre, rojo y negro.

Rojo de los antiguos hombres que poblaron la tierra,
fino fluido de la vida,
raíces que se abrazan
al tejido enterrado de árboles y de pájaros,
suave río caliente
que me inunda por dentro
trasportando canciones,
alumbrando mañanas y atardeceres,
susurrando
los deseos del aire que recorre los cuerpos,
los envuelve y los une
en comunión sagrada.

Los hematíes de mi sangre
llevan el antiguo fuego.

          Pero también
          un líquido plomizo,
          un hollín insidioso,
          entraron para siempre
          y anidaron el centro cordial de cada célula
          del río que surcaba transparente mi cuerpo.
          Entonces
          el aire no es gozoso,
          entra abriendo la carne con oscuros cuchillos
          y nos une a las sombras.

Nunca más
la alegría primigenia,
nunca más
la claridad del canto,
En la laguna
pesada asciende el agua
bajo una lluvia fría y lenta que no acaba.

A veces
un brillo, una luz, una palma caliente,
es el rojo que brota,
          pero otras
          la cabeza se inclina agobiada de asfalto,
          grávida de negrura
          y no remonta el vuelo.  



Gladys Lopreto © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autora.




viernes, marzo 14, 2008

Parchetes* (I)

*Reunida y constituida en sesión extraordinaria por primera vez y de manera totalmente casual, accidental e involuntaria hasta cierto punto, la Academia Errante AnónimaAEA, de aquí en adelante— acordó unánimemente denominar parchetes a esos espacios temporales en que nada decisivo parece ventilarse y que bien podrían darse por perdidos de no ser porque fomentan la ocurrencia como única salida factible, además de una determinada clase de concordancia paradójica —concordancia paradójica, sí, ya que a primera vista y para la mirada del profano bien podría tomarse por discordante, tal y como luego habrá oportunidad de ir ilustrando debidamente—; una concordancia paradójica, decíamos, particularmente esforzada y laboriosa, en todo punto parecida al desencuentro, sólo que altamente satisfactoria, sobre todo.

Si bien podría pensarse que el feliz neologismo derivara de parche —pedazo de etcétera que se pega sobre una cosa, generalmente para tapar un agujero; cosa sobrepuesta a otra y como pegada, que desdice de la principal; pegote o retoque mal hecho; solución provisional, y a la larga poco satisfactoria, que se da a algún problema…—, en realidad deviene por vía lógica y natural de la conjunción perfectamente copulativa de paréntesis —suspensión o interrupción— y corchete —signo que abraza dos o más guarismos, palabras o renglones en lo manuscrito, impreso, vivencial y etcetérico en general.





Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel.

Christopher Isherwood, Adiós a Berlín



Emprendí el viaje con ánimo resuelto a la par que vagamente expectante, ante la perspectiva de cómo habrían de sentarme 5 horas de encierro en un autobús, después de las intensas premuras vividas en los días anteriores; unas premuras ineludibles de cara a liberarme totalmente de compromisos, a poder ser, para así abordar libre de preocupaciones este que resultaría ser un parchete en toda regla.

Resultó un viaje muy cómodo y tranquilo, con tiempo de sobra para poder apreciar las sucesivas modulaciones paisajísticas, así como para entretenerme leyendo y echando también alguna que otra reparadora cabezadita. Yo fui la única persona que hizo enteramente el trayecto desde la salida hasta mi punto de destino, ya que hubo un par de cambios de chófer durante el transcurso. Al llegar a Llanes descendimos los 2 únicos y últimos viajeros, dejando que fuera el conductor el que completara en solitario el resto de su ruta.

De modo que no tenía mucho de particular que, tras los saludos de bienvenida, lo primero que le dijera a Rosa-Rosæ fuera que necesitaba tomar un café. No tengo costumbre de tomar café, ya que me suele sentar muy mal; excepto cuando necesito con urgencia ponerme las pilas, como justamente era el caso después del soporífero viaje.

Rosa-Rosæ pareció acoger mi petición de la manera más natural del mundo, y luego de ayudarme a cargar mi equipaje en su furgoneta —una wolkswagen de reglamento, como todo lo que a Rosa-Rosæ concierne, según luego pude seguir comprobando—, de la misma natural manera condujo durante un cuarto de hora muy largo hasta lo que resultó ser un mirador situado en lo alto de un promontorio que dominaba un inmenso panorama marino, allá en medio de la tarde ya decididamente declinante.

!!!

—¿Cómo quieres el café? —me preguntó, también como la cosa más natural del mundo—: ¿Largo, corto, ligero, cargado, cortado, con azúcar o sin…?

Y luego se metió en la parte trasera de la furgoneta, a poner en marcha la cafetera mientras yo encaraba a solas aquel soberbio escenario sin saber qué pensar, sumido en un beatífico estupor.

Cuando ya apurábamos el primer café, Rosa-Rosæ volvió a entrar en la parte trasera de la furgoneta, para regresar con una guitarra y ponerse a cantar a la tarde:

Por la blanda arena que lame el mar
su pequeña huella no vuelve más,
un sendero solo de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda,
un sendero solo de penas mudas llegó
hasta la espuma…


!!!

Como si fuera cosa de todos los días oír cantar una bonita voz primorosamente acompañada, en momento y lugar semejantes además, opté por guardar silencio, supongo que cobardemente, antes que tener que declarar, confesar o admitir al menos que ésa es una de las canciones que más aprecio y me conmueve; cada vez más, a medida que pasa el tiempo desde que la escuché por primera vez, tomándola entonces como la cosa más natural del mundo: como si existiera desde el principio de los tiempos, al igual que la arena, la espuma y el mar…

A lo largo de muchos otros momentos en los días sucesivos tuve que enfrentarme ineludiblemente a la misma desconcertante disyuntiva de tener que callar cobardemente antes que declarar, confesar o admitir que algo que se suscitara ante mí pudiera ser tan íntimamente mío y querido, además de realmente insólito en la manera de producirse.

Me resultaba mucho menos problemático, por el contrario, declarar como quien no quiere la cosa que aquel mismo muro al lado de aquel mismo sendero en la misma arboleda era el paisaje cotidiano más añorado de mi infancia, sobre todo desde el día en que otras urgencias muy difíciles de aceptar hubieran dado al traste con él, arrasándolo para a continuación sepultarlo en cemento y asfalto, confinándolo así a la nostalgia; a la siempre punzante añoranza, ya que no al olvido.

Me resultaban mucho más aceptables las miradas inquisitivas de Rosa-Rosæ, como si se preguntara si yo bromeaba o chocheaba cuando ponía en valor esos aspectos digamos que residuales o accesorios, al tiempo que me mostraba incapaz de reaccionar y manifestarme ante otras cuestiones de una relevancia en principio bastante más inmediata, evidente y palpitante.

Muy afortunadamente, en ningún momento me vi emplazado a tener que desfazer entuertos ni malentendidos de ninguna clase, pues tanto Rosa-Rosæ como el resto de esta tribu que junto a ella tuve el gusto de conocer no parecen prestarle demasiada atención al desencuentro aparente. Se diría, por el contrario, que este vivir y dejar vivir como condición necesaria es una actitud que estuviera determinada ya desde el propio paisaje.

A propósito de estas cuestiones, me acordaba de eso que se suele decir de los gallegos: que cuando te encuentras con uno en una escalera, resulta difícil averiguar si es que sube o si baja. De manera parecida, al menos al principio, a cada momento me preguntaba yo si es que Rosa-Rosæ y esta gente van o vienen; si es que están de ida o ya de vuelta…

Pero al poco ya me daba igual, pues me sentía muy a gusto, simplemente. Iba a decir que como en mi casa, pero tengo la sensación de que esa casa mía hace ya tiempo que ha desaparecido y ahora es otra cosa muy diferente, no sé si mejor…


*   *   *



jueves, marzo 13, 2008

Los decires de Adriana (III)

Por Roque Domingo Graciano




“Yo usaba pollera tableada y saco corto, medias de seda y botas cortas”


Cuando llegué a La Plata, las mujeres usaban el pelo batido, con spray. También estaba de moda el corte a lo Jacqueline*. En cuanto a la vestimenta, se llevaba un traje clásico con pollera por debajo de la rodilla.

La minifalda fue un par de años después. No estoy en condiciones de valorar si efectivamente fue una explosión en una sociedad pacata y estructurada. Mi visión de entonces era la de una jovencita del interior que había vivido su adolescencia en un colegio de monjas. Por lo tanto, tenía una mirada pobre, chata.

De cualquier manera la moda siempre es trasgresión y recuperación. Te aclaro que yo usaba minifalda. ¡Y cómo y qué minifaldas! Justamente cuando quedé embarazada de Mariana, gastaba minis.

La minifalda tiene como antecedente el vestido cortón, floreado y de seda, de los años 20 y 30 que aparece en las películas de la época del charlestón.

Después de la minifalda apareció el hot-pants, que es un pantalón corto o short, una cuarta arriba de las rodillas, con botamanga. Arriba nos colocábamos algo largo, como por ejemplo un tapado de lana. Solía ser para las fiestas paquetas. Me puse hot-pants por primera vez para una cena que ofreció un financista en el Jockey Club de Punta Lara, entre las piscinas y a la vista de la fresca brisa del río, mientras los muchachos de esmoquin se zambullían en el natatorio para recoger las monedas de oro que arrojaba el anfitrión.

Hacia finales de los 60 apareció la maxifalda: lo opuesto a la minifalda. La maxifalda llegaba hasta los tobillos. La transición entre la mini y la maxi fue el hot-pants con el abrigo largo, también hasta los tobillos. En la moda todo es trasgresión y recuperación, y se infringe recuperando.

Aparecen los colores estridentes: el verde amarillo, el turquesa, el fucsia… Conjeturo que la variación de colores está íntimamente relacionada con el material de las telas, y por esa época fue cuando se popularizaron los textiles sintéticos derivados de los hidrocarburos.

Algunos estudiantes de Ingeniería o Veterinaria solían usar vaqueros y zapatillas. Beto Peregrina era de los de traje completo —saco, chaleco, pantalón—, con camisa, corbata y sombrero; y zapatos de cuero y barbita. La barbita era un toque inusual, una impronta juvenil en un joven abogado. Para el club llevaba ropa blanca: camisa, pantalón y zapatillas con medias; si iba a nadar al Jockey de Punta Lara o si hacía frío, entonces se ponía un rompevientos —o buzo— de algodón color blanco o azul, y arriba una campera de lana o corderoy. Con matices, los estudiantes o jóvenes docentes de la Facultad de Derecho se vestían igual.

El pantalón oxford es con botamangas anchas, lo opuesto al pantalón bombilla; muy propio de los años 70. Adolfo vistió un pantalón oxford para nuestro casamiento. El traje de casamiento de Adolfo es con pantalón oxford.

No era común que los nuevos estudiantes llevaran sombrero; recuerdo que sí lo usaban los estudiantes avanzados y los docentes. También las mujeres solíamos llevar sombreritos o casquitos irregulares que hacían juego con la pollera y el saco.

Mi pollera solía ser la tableada, acompañada de un saco corto, medias de seda y botas cortas hechas a medida, forradas con cuero de cordero y borde de nutria. El clima frío y húmedo de La Plata imponía —más allá de la moda y los mandamientos institucionales— los guantes y el tapado; en primavera usábamos guantes blancos, pollera azul, camisa, chaleco, zapatos oscuros cerrados, tacos altos y medias de seda. Algunas compañeras se inclinaban por el traje recto: saco, camisa, chaleco, pollera y a veces corbata; era una vestimenta exclusiva para la facultad o los tribunales. No ibas de traje a la confitería o al club.

A Buenos Aires viajábamos en tren desde 1 y 44, o en micro. Dos empresas de ómnibus hacían el servicio hasta Constitución y Once. Una tenía la terminal en Plaza Italia, entre 7 y diagonal 77. La otra, en calle 6 y diagonal 79. Nos bajábamos en avenida 9 de Julio y tomábamos el té con masas dulces en Harrod’s. A la noche, cine o teatro.


“El que bebe duerme; el que duerme no peca; el que no peca va al cielo” **  


Mi alcoholismo es parte de una larga herencia de bisabuelos y abuelos inmigrantes. Ante el trabajo brutal la bebida era un vicio más que aceptable; una virtud, en cuanto que no involucraba al sexo. A la tardecita, en El Yapar, cuando había terminado la extensa y agotadora jornada, los adultos de mi familia materna, tíos, primos y otros parientes, después de una rápida higiene, se preparaban en una ceremonia casi ritual para las libaciones que acabarían cerca de la media noche. En verano se instalaban en la galería de la casa y en invierno en el comedor.

Los adultos se vestían como adultos. Los hombres, de pantalones oscuros con botamanga, sombreros, camisas de salir arremangadas por arriba del codo; y las mujeres, con vestidos amplios y largos, y tacos altos. A la hora del cóctel no parecía que hombres y mujeres hubieran trabajado tan duro durante todo el día.

Yo adoraba toda la parafernalia alrededor de la bebida: las cubeteras, los fiambres, el queso, los picantes, las aceitunas. El Cinzano bien frío, el toque de Fernet y el golpecito de soda helada.

Adoraba la manera en que los adultos se relajaban y eran felices, olvidándose así de la brutal jornada de trabajo.
Paulatinamente, desde la cocina, al principio acarreando los platitos, así me fui uniendo a la fila de los adultos.

De manera que, a partir de los 17 años, en La Plata, después de dejar el colegio de monjas, el alcohol, que siempre había tenido una presencia fuerte en mi vida, se fue incrementando hasta convertirse en un neblinoso sueño… de alcohol. Y de parejas de un rato, de unas horas, que no reconocía cuando estaba lúcida. De desastre en desastre, de ruptura en ruptura, carecía de sentimiento aún para mi pequeña Mariana. Los sentimientos se quedaban en el altillo y no entraban en mi conciencia. No era consciente de que estaba loca. La única verdad era una gota más de alcohol. Llegué a despertarme con tres hombres en una cama. No reconocía a ninguno de los tres y nunca más los vi.

Fue en Córdoba, capital. Sólo me acuerdo del final. Me desperté a la madrugada y fui al baño, intuitivamente. Tuve una descompostura brava, con vómitos y diarrea. Tenía semen hasta en las uñas; todo mi cuerpo era un depósito de semen. Cuando pude me arrastré hasta la ducha y me fui recuperando. Luego de estar más de una hora bajo la lluvia caliente, aunque cuando salí del baño ya era de día, allí seguían mis tres hombres en la cama, durmiendo desnudos. Comencé a vestirme y uno de ellos se despertó. Era un cuarentón o cincuentón. Petiso, morrudo, con una barbita canosa y prolija de intelectual universitario. Se recuperó rápidamente y se puso un calzoncillo floreado con piernas. Lo interpreté como una cortesía hacia la dama. Me alcanzó una copa de coñac. Era exquisito. Tomé tres. Antes de salir del cuarto me fijé en la cartera, a ver si tenía dinero. Había unos pocos pesos. El petiso, que me sonaba a gallego o árabe, sin que se lo pidiera, me extendió un billete de 100 dólares.

—Para el coche de alquiler —dijo con un acento que me sonó a francés, y agregó: —Sírvase usted sencillos, que puede necesitarlos.

Y me dio 4 billetes de 2 dólares.

Se lo agradecí y me despedí, no sin antes preguntarle dónde estábamos. Los otros dos seguían durmiendo. En la calle, cuando subía al taxi, una tierra seca y un viento caliente que venían de la ciudad universitaria en construcción me envolvieron como una antorcha.

—Hace 90 días que no llueve —dijo el tachero, con acento cordobés.

Ciertamente, en el sexo creo que se da la ruptura con nuestros adultos. Ellos eran básicamente puritanos; nosotros explorábamos nuestros cuerpos centímetro a centímetro, con fruición y el detenimiento de un sacerdote durante el santo sacrificio de la misa. No nos negábamos a ninguna experiencia posible: el orgasmo bajo el agua, en la piscina; bolsa de nylon en la cabeza; ahorcamiento con el cinturón; antitusivos para retardar el orgasmo… Todo era válido. Hasta el amor estaba permitido.

Cómo llegué, no lo recuerdo. Una mañana de sol, en un patio de más de 80 metros cuadrados, embaldosado, limpio y brillante, desperté con la pequeña Mariana a mi lado. Una vez más estaba con las monjas; esta vez con mi pequeña hija. Fueron tiempos duros de abstinencia y de reprogramar mi vida. Poco a poco, con dificultad y mucha ayuda, fui saliendo.

Lentamente pude comenzar a cursar y preparar materias para rendir. Hasta entonces sólo había aprobado Introducción al Derecho con Cueto Rúa. ¡Pésimo rendimiento!

* * *


* Se refiere al peinado que popularizó, en los años 50 y 60, Jacqueline Bouvier, casada con John F. Kennedy, presidente de los EEUU. ** Refrán. (El Ordenador)



Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la tercera entrega de las 5 de que se compone este relato, la cuarta de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)




domingo, febrero 24, 2008

Creación

Por Gladys Lopreto*



Dios tomó las arenas del desierto, que volaban como llovizna fina al menor soplo del viento, y con manos expertas y un poco de agua y fuego modeló un cuerpo de singular belleza: no podría haber sido de otro modo, se trataba de la concreción de su propia esencia abstracta. El generoso pecho divino, invisible, sus muslos robustos, también invisibles, sus ojos que lo veían todo pero a los que nadie veía, pudieron ser recorridos con la vista, contemplados, deseados, en cada trayecto de piel, en cada prominencia, en cada hueco del cuerpo de arcilla. Cuando finalmente le sopló la vida, el hombre abrió los ojos y no vio a nadie, pues envuelto ya en túnicas de aire transparente, Dios se alejaba rápido hacia las alturas.

Hasta allí le llegó la melodía de un lamento: sonaba tan dulce como Salicio en la Égloga Primera, a veces grave como Quasimodo: Ognuno sta solo nel suol dela terra, traffito da un rayo di sole…, no importaba en qué lengua —a Dios no lo afectaba la diáspora babélica—, que comprendió que era su estatua viviente, el hombre. Y temió que se disgregara en la arena primigenia, ya que sabía que la expresión lírica es tan bella como insostenible y que despierta la atracción de los abismos. Entonces, como además de escultor y biólogo también en aquella época era maternal, Dios dijo:

—No es bueno que el hombre esté solo.

Allí fue cuando creó la mujer. Para ello no necesitó repetir el procedimiento: ya tenía medio camino hecho, la arcilla preparada, por lo cual no se entretuvo soñando a medida que mezclaba la tierra y el agua y luego la sobaba con energía y la acercaba al fuego, gozando con las llamas juguetonas, como cuando había hecho al hombre sino que, ya se sabe, tomó un pedazo de masa previamente convertida en carne o en hueso vivo. Todo fue más rápido, tal vez debido a las urgencias masculinas, y quizás por eso Dios la quiso menos y hasta le tomó un poco de fastidio a la nueva criatura: los antiguos, aquellos que tuvieron algún encuentro del tercer tipo en esas épocas, así nos lo dan a entender. No estaba bien eso de querer a un hijo más que al otro, pero bueno, de todos modos es comprensible, es humano; además eran sólo sus criaturas, al fin y al cabo ajenas, extrañas, porque los amigos, los verdaderos compañeros de parrandas y aventuras estaban en otro lado; así que los dejó que se miraran el uno a la otra intensamente y decidió bajar el telón ahí mismo. Lo demás ocurriría entre bambalinas. O en cualquier otro lugar. Como alguien lo dijo alguna vez, en el lugar de lo sagrado.

Al tiempo, un nuevo lamento. Era triste, era bello, tal vez algo elemental, no le recordaba a ningún autor conocido. Tenía olor a sangre y a negrura, a cavernas y a salitre. No podría continuar en su placidez divina mientras lo oyera, por lo cual decidió volver al mundo, oculto entre sus mantos invisibles. Y descubrió a la mujer, sola. Él la había inventado para que el varón no estuviera solo, y en cambio era ella quien ahora lo estaba. Vaya a saber por qué: ingratitud, olvido, la guerra, el marketing… Ese no había sido su proyecto, algo le había fallado, algo había escapado a sus previsiones. Entonces se dijo para sí, mascullando, como por decir algo:

—No es bueno que la mujer esté sola.

Pero ya la Biblia estaba escrita y no se le podría agregar un párrafo más o escribir entre líneas —lo cual invalidaría el resto—; además mucha agua había corrido y había mucha gente que sabía muchas cosas, profesionales de todo tipo; era difícil armar una explicación ignorando bibliografía autorizada y prestigiada por la comunidad científica, y tampoco por la vía de los hechos se podía hacer nada; quedaba lejos la época de los panes y los peces, así que decidió regresar, tal vez para siempre, a sus solares. Antes, se hizo visible por un brevísimo instante en que permitió que ella lo conociera, la miró fijo a los ojos y le dijo, cuidando que su entonación no trasuntara ninguna ideología:

—No es mi problema.




Gladys Lopreto © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autora.



* Como dice uno de sus biógrafos autorizados, Gladys Lopreto es una chica platense: Nació, estudió, trabaja y reside en la ciudad de La Plata. En lugar de tratar de reseñar sus bien contrastados méritos y capacidades, piensa uno que lo aquí y ahora realmente procede es darle la más calurosa bienvenida, con la esperanza de que su presencia se prodigue hasta el punto de que algún día tenga a bien hablar de su experiencia de Rusia, por ejemplo, así como de esos otros asuntos igualmente interesantes que atesora en el fondo de su mesilla de noche.

Bienvenida, pues, a DDD, y muchas gracias, Gladys.




lunes, febrero 18, 2008

Los decires de Adriana (II)

Por Roque Domingo Graciano

“Gozaba de una sensación especial de libertad”

La Plata era una ciudad de calles anchas y arboladas. Me encantaban los tranvías. El viejo Teatro Argentino con su Jardín de la Paz. Los edificios públicos construidos simétricamente y con amplios jardines. Una ciudad doctoral y juvenil al mismo tiempo. Doctores jóvenes; jóvenes reflexivos y maduros. La ciudad perfecta de Argentina si tuviera el mar en el Bosque* , lamiendo las escalinatas de la Facultad de Medicina. Semanalmente, iba al juzgado en lo Penal para presenciar juicios orales. En ese entonces, los juicios orales no eran tan frecuente como hoy. Me fascinaba Robert Alcorta (creo que así se llamaba). Era un penalista astuto que farandulizaba la exposición oral y que trabajaba con seriedad y profesionalidad lo pericial.

La facultad funcionaba en el edificio central de la universidad; en calle 7 entre 47 y 48. En ese edificio, funcionaban el rectorado y todo el aparato administrativo, la Facultad de Humanidades (en la planta baja hacia calle 6) y la Facultad de Derecho en la planta alta. Se podía entrar tanto por calle 7 donde había un amplio jardín con la estatua de Joaquín V. González como por calle 6, donde también había un jardín con palos borrachos, coníferas y canteros con flores y bancos de cemento donde se sentaban los estudiantes a leer o conversar.

Gozaba de una sensación especial de libertad. Viajaba con frecuencia a Buenos Aires. En La Plata iba a bailar y a divertirme al Jockey, al club Universitario de calle 46 y con Beto Peregrina (un bahiense, jugador de básquetbol y abogado del Banco Nación), cenábamos todos los sábados en el comedor del Colegio de Escribanos de calle 13. Toda esa etapa fue de mucha oxigenación, de mucha movilización intelectual, emocional y ¡hormonal!

“cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos”

Beto Peregrina nació y se crió en Bahía. En La Plata estudió derecho, se recibió, entró a trabajar en el Banco Nación y se quedó en la ciudad hasta su muerte. La madre de Beto era de una familia pudiente del centro de Juárez, los McLean. Ese es el motivo por el que fue una de las primeras relaciones que tuve en La Plata. Asimismo, en el colegio de la congregación en Mar del Plata, estudié con una prima y una sobrina de Beto. Los McLean fueron militantes destacados del radicalismo yrigoyenista y mantuvieron célebres enfrentamientos con el caudillo conservador Fumará. Particularmente, en Juárez, se recuerda la defensa que los McLean hicieron del maestro socialista Juan José Bernal Torre, durante el revival conservador de los años 30.

Beto Peregrina se suicidó. Se suicidó por amor.

A Beto lo conocía de mentas, por referencias de sus parientas que, como no podía ser de otra forma, estaban recalientes con el flaco. Como el parentesco les impedía concretar la relación, deseaban que yo lo conquistara. Así, cuando me vine en quinto año al colegio de Berazategui, ellas armaron la cosa para que nos encontráramos. Beto fue a visitarme; no fue solo sino acompañado de su madre, Anabella McLean. Todo perfecto. La madre era de Juárez, amiga de la familia de mi madre y de mi padre. Todo bien. Beto me dejó su dirección y su teléfono en La Plata y cuando yo salía los fines de semana o los feriados me comunicaba con él. Fue absolutamente natural que yo, una chiquilina de 17 años, también me calentara con aquel flaco pintón de más de 1'80, rubio, atlético, casi 10 años mayor. Beto no apresuró la cosa ni se bebió de un trago la copa que se le ofrecía. Se tomó su tiempo. Salíamos a comer, al cine, a Buenos Aires, a visitar parientes y amigos comunes, y me devolvía casta y pura al colegio.

Una noche, con Beto, salimos en tren de la estación Constitución. El tren iba hasta La Plata, donde vivía él. Yo me tenía que bajar unas estaciones antes, en la estación Pereyra, que era exactamente donde estaba el colegio. La llamada estación Pereyra era un apeadero, con dos plataformas de cemento paralelas a las vías del tren, 4 ó 5 faroles que se encendían al oscurecer y nada más. No tenía boletería ni refugio para los pasajeros. A los 200 metros hacia el este, estaba el convento. Era una zona de espesa vegetación, una prolongación de la llamada selva marginal de Punta Lara, con no más de diez casas de familia, un destacamento militar en las cercanías, unas instalaciones ferroviarias y punto. Nada más.

Esa noche veníamos de visitar amigos y divertirnos. Yo estaba más que lanzada. Él aceptaba mis coqueteos y arrimes, pero tomaba distancia y no permitía una confrontación abierta. Por mi lado, era muy jovencita y no manejaba el arte de la seducción. No obstante, algo pasó. El tren, respondiendo al mandato de mi subconsciente, no se detuvo (como debía hacerlo) en la estación Pereyra. Se detuvo en la estación siguiente, Villa Elisa.

—Desde aquí no tengo medios para regresar al colegio.

El guarda del tren se deshizo en disculpas y le echó la culpa al maquinista. El maquinista derivó la responsabilidad al señalero y en definitiva, convinimos en seguir hasta La Plata y tomar el tren de regreso. En La Plata, nos enteramos que el próximo tren que nos podía llevar a la estación Pereyra salía dentro de 5 horas. Una locura. ¡5 horas sola con Beto! Yo estaba dispuesta a aceptar lo que viniera. Bien, Beto me llevó al Hotel Provincial, me alquiló una habitación y ordenó que a las 7 de la mañana me despertaran y a las 7 y media comunicaran al colegio dónde estaba yo y que iba en viaje hacia Pereyra. Me dio un beso y se retiró. ¡Todo un caballero! A la mañana siguiente volví pura y casta al convento.

Lo conversé con la monja que era mi guía. Me preocupaba que él pensara que yo era una mocosita, una inmadura. Me mortificaba mi incapacidad de atracción, mi torpeza en la seducción. La monja me dio una explicación que me convenció:

—Él es un profesional casi 10 años mayor que vos. Vos sos menor. Toda, absolutamente toda la responsabilidad es de él y eso él lo sabe. Vos podés ser imprudente; se te va a perdonar. A él, no.

Así la cosa, me enganché con otro flaco y después con otro, y Beto pasó a un segundo plano.

Cuando andaba en la compra de un departamento en La Plata, lo consulté para que me orientara y, a partir de esa transacción inmobiliaria, mantuvimos un contacto diario. Solícito, me orientó sobre inmuebles, inmobiliarias y planes de financiamiento. Todo OK.

Pensé que ahora que yo vivía sola en La Plata y era mayor de edad podría concretar una relación más profunda con el esquivo Beto. No me equivoqué. Un sábado a la noche, después de la cena en el Colegio de Escribanos de calle 13, lo invité a mi departamento a tomar un café y tuvimos sexo, que era lo que yo necesitaba. Todo bien. Me satisfizo completamente.

Durante esa relación descubrí que Beto Peregrina consumía psicofármacos bajo prescripción médica, y que, tras su apariencia contundente, era un ser vulnerable; pero nada más. Jamás tuve indicios de otra cosa.

El noviazgo se diluyó sin pena ni gloria y sin llantos de mi parte ni la de él. Seguimos siendo buenos amigos que se veían esporádicamente. A los dos años más o menos, una tarde, me hablaron por teléfono de Juárez y me informaron que Beto se había suicidado, que se había ahorcado en el Bosque platense (detrás del Observatorio Astronómico); que un ciclista que había penetrado entre la maleza (para orinar o number two) lo había descubierto; que hacía más de 48 horas que se había ahorcado para cuando descubrieron el cadáver.

¡Te imaginás! Sin aviso, la imagen de Beto se actualizó en mí, dramáticamente. Recordé lo vivido, lo charlado con él y no encontré explicación. Días después, a través de un funcionario policial oriundo de González Chaves, tuve una versión creíble:

—Beto Peregrina era homosexual. Hace cosa de un año lo enviaron a la sucursal de calle 12 y 57 para realizar una auditoría y otras tareas conexas. Allí conoció y se calentó con el contador de la sucursal, Francisco Kuhenca. Al principio la cosa no pasó a mayores, sólo el guiño cómplice de los empleados de la sucursal y el lastimero comentario en voz baja de las empleadas. Después se presumió una cierta intención de chantaje por parte de Peregrina contra Kuhenca que obligó a la intervención del jefe de auditoría. No pasó nada. Todo prosiguió en aparente calma y orden. Más tarde, a Peregrina, le llamaron la atención porque no entregaba el informe pertinente y demoraba en exceso su estadía en la sucursal de calle 12. A todo esto, el coqueteo con Kuhenca tomaba ribetes desopilantes y hasta los clientes de la sucursal lo comentaban. Cuando la situación se volvió insostenible, por orden del gerente de la sucursal, Peregrina debió limitar su gestión y entregar el informe. Fue un golpe duro para Beto. Alejado de Kuhenca, con cualquier pretexto volvía a la sucursal y cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos. A la hora de entrada solía merodear por la sucursal y también a la tarde, cuando presumía que podía encontrase con el contador. Por ese entonces solía caminar por el Bosque, recitando poesías. A veces tenía accesos de angustia y lloraba desconsolado. Una tarde, unos atletas que estaban entrenando lo vieron penetrar entre los arbustos. No le dieron importancia al hecho. Dos días después, un ciclista encontró su cadáver.

* * *


* Zona densamente arbolada de la ciudad de La Plata comprendida, aproximadamente, entre las calle 115 a 122 y 50 a 60. También, en ese espacio tienen su asiento el zoológico, el Museo de Ciencias Naturales, el Observatorio Astronómico, entidades deportivas y otras instituciones. (El Ordenador)


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la segunda entrega de las 5 de que se compone este relato, la tercera de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)

domingo, febrero 10, 2008

Los decires de Adriana (I)

Por Roque Domingo Graciano

"Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos"

Nací en una clínica de Mar del Plata; fue un aterrizaje técnico, porque mi niñez transcurrió en el pueblo de Juárez y en un campo de González Chaves, EL Yapar, propiedad de los padres de mi madre, mis abuelos maternos.

Mi padre era médico y tenía su casa y su consultorio en Juárez. Mi madre es maestra y por aquellos años trabajaba en una escuela rural a 15 kilómetros de Álzaga y a 5 kilómetros de El Yapar. De lunes a viernes, solía vivir en el campo de su padre, El Yapar. Hasta ahora conservamos ese campo de 15.000 hectáreas.

La casa de El Yapar, en mi niñez, era una construcción de techo de chapas de zinc con 4 caídas que se sostenía con tirantes de pino a la vista y cielorraso de pino tea. Alrededor de toda la casa había (y todavía hay, porque la estructura básica sobrevive) una galería de 3 metros de ancho. El alero de la galería se sostiene en columnas de quebracho. El piso de la galería es de calcáreo y está elevado con respecto al terreno circundante unos 40 centímetros. Todas las habitaciones daban a la galería y ninguna tenía ventana. Arriba de cada una de las puertas hay una banderola. Las paredes eran de ladrillo revocado con cal y arena de conchilla. Había 7 habitaciones de más de 17 metros cuadrados cada una, con pisos de calcáreos que se limpiaban con aserrín y querosene. La habitación que daba hacia el lado de la tranquera, la que mira hacia el noreste, servía de sala-comedor. La opuesta era la cocina. Las otras eran habitaciones dormitorio. En la casa no había baño. La letrina quedaba a una treintena de metros de la casa y de noche, en los dormitorios, se utilizaban bacinillas para orinar. La galería era el límite entre los animales y las personas. Las gallinas, los perros, los patos, los chanchos, las ovejas, los caballos y las vacas deambulaban alrededor de la casa. Contiguo a la casa, se ordeñaba, se cortaba leña, se carneaba, se arreglaban los vehículos. La galería era el límite que los animales no podían transponer; ni los perros ni los gatos. Detrás de la cocina había una bomba manual para sacar agua y a 40 metros había un molino, y un tanque australiano un poco más allá. Entre la cocina y el molino se amontonaban los restos de carros, jardineras, coches de a caballo, camiones, autos, tractores y otros desechos. También se levantaban allí dos galpones precarios de paredes y techo de chapas de zinc, sin puertas, donde solían vivir los peones golondrina para la cosecha y otros huéspedes transitorios del establecimiento. Cercando este espacio, crecía salvajemente un semicírculo de siemprevivas cuya función era proteger la casa de los vientos del sur y del sudoeste. Más atrás, ya en pleno campo y en la misma dirección, se erguía un monte de eucaliptos y paraísos. En ese monte estaba la fosa que contenía los malones de los indios en el siglo XIX.

En la época de lluvias no se podía salir de la galería, pues el fango impedía caminar a las personas. Entonces había que hacer senderos con troncos y piedras.

Mi abuela, mi madre, mi hermano mayor y yo utilizábamos el dormitorio o habitación principal. Ya en ese entonces, mi abuelo materno había muerto. Él murió cuando yo tenía un año. El hermano mayor de mi mamá ocupaba otra habitación con su mujer y sus dos hijos, mis primos. Había una habitación donde dormían los hombres y otra donde dormían las mujeres. En la cocina, había una inmensa económica de hierro fundido, negra, con 8 hornallas y un horno; siempre estaba encendida; se alimentaba a leña por adelante y a toda hora; de día y de noche se podía encontrar una olla de 10 litros y una pava de 5 litros con agua hirviendo. Era un fogón de 2,80 por 2 metros y 0,80 de altura, y funcionaba en invierno y en verano. En invierno, de noche, se la encendía al máximo y durante la noche se le echaba más leña.

Desde los 3 ó 4 años, acompañaba a mi mamá a la escuela. Íbamos en un camión Ford A o en carro tirado por caballos, cuando el camino impedía viajar en camión.

Se lo llamaba carro con capota; algo parecido a lo que aquí, en Buenos Aires, se llama mateo. También, íbamos en una jardinera con capota. La jardinera era un carro pequeño de dos ruedas tirado por uno o dos caballos. Esa jardinera tenía ruedas de un viejo Ford T, con cámaras y cubiertas, y su andar era, por lo tanto, rápido y suave.

Mi mamá sabía manejar todo: carros, camiones, tractores, pero cuando íbamos a la escuela o a Juárez, no manejaba ella sino alguno de mis tíos o el tractorista.

En esa escuela hice casi todos mis estudios primarios. Había sólo dos maestras: la señorita Marta y mi mamá, que además era la directora. Las maestras también hacían de mucamas, cocineras, psicólogas, enfermeras, arregladoras de conflictos familiares y mucho más. Los alumnos les solían regalar grandes ramos de aromo.

Si uno lo compara con la vida urbana actual o aún con la vida que hoy se hace en El Yapar, la higiene dejaba mucho que desear. Nunca vi una mujer bañarse ni higienizarse. Mi madre, mi hermano y yo nos bañábamos en la casa de Juárez, los fines de semana. Los hombres se higienizaban en el piletón que estaba debajo de la bomba, detrás de la cocina, cuando volvían de sus tareas a la tarde; se lavaban los pies, la cabeza, el torso y las axilas; no se desnudaban; no se quitaban el pantalón; no se lavaban nada más.

Un suicidio precipitó mi internación en un colegio de Mar del Plata. En El Yapar había una niña de mi edad muy descuidada físicamente, con pupas en la cara y en el cuerpo; siempre mocosa, con tos y aspecto de persona enferma. Con frecuencia jugábamos en la galería de la casa. A ella la fascinaban las revistas del espectáculo como Radiolandia, Antena y similares que yo traía del pueblo. Siempre me decía que quería ser artista, que sería artista:

— Quiero estar entre pieles comiendo bombones y que un negro me abanique.

Miraba las fotos de las artistas y el rostro se le iluminaba. Era su único momento de felicidad. Una tarde, mientras mis parientes estaban en las libaciones y en la picada, discutiendo ruidosamente sobre el partido de fútbol del domingo, en una de las habitaciones de la casa sonó el estampido de una escopeta calibre 16. Yo estaba en la galería a pocos metros de los hombres. Como un resorte, mágicamente, lívidos todos, se pusieron de pie. Los perros huyeron y un caballo rompió la soga e inició una carrera enloquecida. Una de mis tías me agarró de atrás y me arrastró hasta un auto, me metió en él y ya no volví a entrar en la casa por varios años. Esa noche dormí en el domicilio de unos familiares de González Chaves y pocos días después me internaron en el colegio de monjas. Más tarde me enteré que la amiga de mi infancia se había suicidado y, años después, supe que estaba embarazada como consecuencia de una violación. 

Cuando 5 años más tarde regresé al establecimiento, la vieja construcción de 7 habitaciones y techo de zinc era utilizada como depósito y la familia vivía en la nueva casa de tres plantas, con gas, energía eléctrica, cinco baños, teléfono, pileta de natación y cancha de tenis. Otra vida. La familia había comprado campos vecinos y arrendado otros para su explotación. No había lugar para la nostalgia sino para el trabajo duro y la fiesta ruidosa: “Detrás del monte está la fosa para contener a los indios; ya no hay más indios ni los que murieron en los enfrentamientos.”

"me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata"

La casa de Juárez estaba a 20 metros de la plaza. Era un chalet con tejas coloniales. Adelante tenía un pequeño jardín, un porche y el primer ambiente era la sala de espera que utilizaban los pacientes de mi padre. A la izquierda de la sala de espera estaba el consultorio y detrás del consultorio había otra habitación amplia e iluminada que era el estudio de mi padre. Todo eso era de él y la familia no tenía acceso. Ni siquiera teníamos llaves de esas dependencias. Detrás del estudio de mi padre quedaban dos habitaciones de 3 por 3, una cocina y el comedor. Al costado de la casa había una parra hasta la altura del techo. Era un espacio ideal para un garaje. No obstante, la casa no tenía entrada de autos. Mi padre tenía auto, si bien no recuerdo dónde lo guardaba. En la casa, no, porque no había por donde entrarlo. Detrás de la casa estaba el rancho, una construcción de madera a modo de quincho cerrado que se utilizaba como depósito y donde jugábamos en mis tardes de Juárez.

Las paredes de la casa eran de óptima calidad, revestidas con piedra Mar del Plata. Los pisos eran de pino tea, con cielorraso de machimbre a la vista y aberturas de cedro barnizado. Entre los dos dormitorios había un baño. Como la casa no tenía gas, en el baño había un calefón eléctrico y la cocina funcionaba a base de querosene. En verano utilizábamos ventiladores y en invierno estufas de querosene a gota: iban quemando la gota que caía de un botellón invertido.

En Juárez mis juegos eran el patinaje en la plaza de la esquina y las figuritas de Radiolandia. Recortaba las fotos de los artista y en el rancho armaba una imaginaria aula y les daba clases. El fútbol me gustó desde chica. Soy hincha de River; es una herencia de El Yapar. Los hombres de la estancia, los domingos, rodeaban la radio y escuchaban los relatos de los partidos de fútbol. Llevada por el afecto de uno de mis tíos, me hice hincha de River. En una ocasión en que estaba en la playa de Mar del Plata, encontré al equipo de primera de River y me saqué una foto en la que yo estaba delante de ellos, todos ellos con el torso desnudo. Verdaderamente me calentaban; los futbolistas fueron un manantial erótico en mi niñez. En otra oportunidad encontré, también en la playa, a Labruna, que estaba de luna de miel, y me saqué una foto con la pareja. Esas fotos las conservé hasta que me fui a Centroamérica.

La relación con mi padre fue una relación fuerte. Él fue mi primer hombre biológica, emotiva y sexualmente. Él me violó.

Fue un manejo jodido; desde pequeña, desde niña, me condicionó. Por ejemplo, solía ser él quien me atendía en su consultorio, en el pueblo, y en una oportunidad, cuando yo tenía 6 años, me dijo que él podía matarme. Nadie se daría cuenta de que él me habría matado porque era mi médico y, por sobre todas las cosas, porque era mi padre. Nadie sospecharía de él. Me condicionó como si yo fuera un satélite, un muñeco, un juguete de él. Una tarde, estando en Juárez, cuando volví de la plaza donde había estado patinando y después que me hubiera bañado, mi padre me llevó a su consultorio, que cerró con llave, y comenzó a manosearme.

Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos. 

Mi familia, en ese entonces, vivía turbulencias profundas. Yo misma vivía de convulsión en convulsión. Cuando un familiar te manosea a los 8 años sentís repugnancia por vos, por tu cuerpo y a la vez se abre un enigma: “qué despierto en el otro”. Hay una búsqueda, una curiosidad. Gesto de rechazo y, simultáneamente, de complacencia. Eso te produce una profunda confusión, un sentimiento de culpa: “yo lo provoqué”. En mi caso, fue así: “yo soy la mala”. Un sentimiento de inferioridad, de desconfianza, de miedo, de temor. Es una situación muy, muy jodida.

En parte, sí. El campo embrutece, baja las defensas, picanea los instintos. El campo, la naturaleza, no perdonan.

Nunca lo hablé con mi madre. Con mi padre, dejé de hablar a los 12 años, cuando me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata.

A las monjas les debo la vida y las de mis afectos.

A partir de mi ingreso al colegio de Mar del Plata, no sólo dejé de ir a El Yapar, sino también a la casa de Juárez. Algo, alguien o alguna circunstancia me hizo cortar definitivamente con mi padre.

Hablé el tema largamente con las monjas. Ellas me comprendieron, me explicaron y me contuvieron. Ignoro si ellas hablaron con mis padres.

Sigo ligada a la congregación. Terminé el secundario en el Gran Buenos Aires, en un colegio de la orden que funciona en el partido de Berazategui.


*   *   *


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Este relato se compone de 5 entregas, la segunda de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)


sábado, enero 26, 2008

La Ruta de la Seda (I)



Quien no comprende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación.

(Otro proverbio árabe)

Si tiene remedio, por qué te quejas? Y si no tiene remedio, por qué te quejas?
(Otro proverbio chino)




Se pregunta uno dónde tendrán estas gentes sus laboratorios de proverbios. Los árabes en el desierto, sí, de acuerdo; pero, y los chinos? En la corte del Gran Khan, tal vez, allá en la estepa?

—Los ejes de mi carreta, nunca los voy a engrasar —canta el bardo.

Está claro que la soledad de los viajes interminables por esas sendas apartadas y escasamente transitadas se presta a la observación y a la reflexión ensimismada, al moroso molturado de los recuerdos.

—Diariamente me asomo al Atlántico Sur y suelo ver diferentes objetos —maderas, plásticos, chapas— que las olas y los vientos mueven caprichosamente —dice Roque. —Siempre, puntualmente siempre, me pregunto si hay una ley en esos movimientos o si todo es fruto del azar. Sistemáticamente me re-pregunto en qué medida nosotros, los humanos, somos dueños de nuestro camino o, como aquellos objetos, también somos fruto del azar y del capricho…

La mar es también desierto y estepa fértil para el ensimismamiento.

—La pampa es como un inmenso mar, verde también, pero de yerba —dice Iñaxio Perurena a la vuelta de su primera visita a esos parajes remotos, expresando a su manera directa y clara la emoción ante toda esa abundancia tirada ahí en el suelo, derrochada hasta donde se pierde la vista, sin dueño…

Se comprende esta emoción en el que ha nacido y crecido en una sima entre montañas, ahí donde los prados no pasan de ser breves respiros en medio de las quebradas y pendientes vertiginosas; ahí donde el pastor combate día a día contra los árboles, porque su sombra le priva de unos preciosos retazos de pasto para el ganado.

Como el gato que acechara agazapado a su presa, afianzado concienzudamente en el terreno para poder saltar en el momento oportuno —estatua aparente, incapaz de tener quieta su cola—, el hombre de la montaña se pasma impaciente ante la inmensidad de la yerba suavemente mecida por la brisa indiferente del atardecer.

Silenciosamente se peina, peinando su larga melena, silenciosa y graciosamente, con un gesto tan bonito…*

—Miraba esa nube prometedora, tan mullida y confortable. Flotando en su bolsa de calor, podía sentirla bien cercana, doblemente tentadora; pero la dejé pasar. Pudo más la pereza, pues la almohada invitaba a cerrar los ojos y soñar… Dejé pasar a la nube para poder soñar con ella —dices, bien gatuna tú también, hija de la Luna.

Los grises vientos, los vientos fríos soplan allá donde yo voy. Oigo el ruido de muchas aguas abajo muy lejos. Todo el día, toda la noche, las oigo discurrir de un lado para otro.**

—No me hagas más daño —suplicas remolonamente convincente, jugando con el ratón.

Sí, el fuego también suele tener ese mismo hipnótico atractivo.


… … …


*XXIV

Silently she's combing,
Combling her long hair,
Silently and graciously,
With many a pretty hair.

**XXXV

The grey winds, the cold winds are blowing
Where I go.
I hear the noise of many waters
Far below.
All day, all night, I hear them flowing
To and fro.

"Música de cámara", James Joyce



lunes, enero 21, 2008

Vínculos de sangre

El relato que a continuación tengo el placer de presentar es obra de Roque Domingo Graciano y aunque forma parte de una narración más extensa, tiene también toda la evocadora autonomía de la pieza breve.

Roque vive en el otro extremo del mundo, sobre los acantilados que se levantan frente al fiero Atlántico austral, y a lo largo de unos cuantos años de trato ya soy capaz de notar a través de sus humores epistolares cuándo le llega el verano y cuándo se le va, por esos parajes donde el tránsito entre estaciones viene a resumirse en un lacónico cara o cruz.

Aunque por sus obligaciones profesionales Roque viaje frecuentemente a paisajes mucho más risueños, lugares donde el vivir y el relacionarse suelen discurrir en un continuo sin grandes sobresaltos estacionales, se tiene la impresión de que esas aguas espumosas y esos gélidos y rugientes vientos antárticos ya le son igual de necesarios que la sangre para que su corazón bombee como es debido.

Igual de necesarios que esos encuentros de vino, carne y conversación —mucha conversación— conque se festeja al Sol, que también allí gusta de pasar sus temporadas, reponiéndose con los aires diáfanos y disfrutando de la discreta y siempre hospitalaria intimidad.

Queda inaugurada de esta manera una nueva ruta por la que será posible que viajen y se intercambien las más solicitadas especias de uno y otro puerto. Es cierto que este tráfico ya venía funcionando a una productiva escala interpersonal, pero puesto que uno tiene constancia de que por estas aguas transita también mucho navegante suelto, entiende que ya va siendo hora de extenderlo y compartirlo.

Muchas gracias, Roque, por acceder a mi petición.

JM





Vínculos de sangre

La historia del padre de Juana, “el Juancho”, es color sangre. Juancho tenía un hermano menor, al que llamaban el Manco porque tenía el brazo derecho tullido. Los dos eran hijos de unos obreros agrícolas de origen provinciano, chaqueños, que trabajaban en la zona de Etcheverry. La madre del Juancho y del Manco murió de un cáncer oscuro, en el Hospital de Melchor Romero, cuando los hijos eran pequeños: 2 y 4 años. El padre de los muchachos, pobre y borracho, los entregó al matrimonio Palacios, que por ese entonces vivía enfrente de la antigua estación ferroviaria de Etcheverry, al lado de donde hoy funciona una enfermería municipal. El matrimonio Palacios no tenía hijos y ya rondaban los 40 años. Aceptaron a los chicos como hijos propios y no se preocuparon cuando el padre desapareció de la zona. A los 2 años de la adopción, los Palacios compraron una chacra en Vieytes, unos 25 kilómetros al sudeste, donde criaban aves y cultivaban legumbres y verduras. Allí, siguieron creciendo Juancho y el Manco, en la tranquilidad de la chacra rodeada de paraísos y en donde hasta algún peso sobraba. Los muchachos eran conscientes de todo lo que debían a "los viejos” y así se lo manifestaban en las tareas del campo y de la casa, en el afecto y en la obediencia. Juancho se fue haciendo un hombre de carácter decidido y circunspecto. Era el primero en hacer y el último en hablar. El Manco, en cambio, era bullanguero, alegre y cariñoso.

La señora de Palacios falleció de otro cáncer oscuro y con su muerte se llevó el equilibrio y la armonía familiar.

El viejo Palacios no se acostumbraba a la ausencia femenina: probó con varias damas de la zona, con suerte diversa, mientras la chacra se hacía más próspera y apetecible; dejó de realizar directamente las tareas rurales, que recayeron en los muchachos, y él se encargó de la administración y venta.

Un sábado temprano, don Palacios cargó en la chata varios cajones con las mejores ponedoras y 5 lechones de óptima cotización. El Manco malició que también llevaba un buen puñado de dólares en los bolsillos. A eso de las 8 de la mañana, enfiló rumbo a Bavio. El domingo no regresó. Volvió el lunes al mediodía. Ya no traía ni las gallinas ni los lechones, tampoco los dólares; sí traía a su lado, en la cabina de la chata, una mujer de 17 años que había comprado y a quien presentó simplemente como Marta. Al principio, Marta era la muchacha que se encargaría de las tareas de la casa e incluso se le asignó una habitación especial; a los pocos días, se puso en evidencia que el lugar de Marta era el dormitorio matrimonial, junto al viejo Palacios. A las primeras extrañezas e incomodidades, le siguió un cierto orden querido y aceptado por todos. En definitiva, Marta vino a reemplazar a "la vieja”.

Un día, para asombro de propios y extraños, Juancho huyó con Marta, la mujer del viejo.

Don Palacios lo interrogó al Manco, quien sin mentir ni perder la sonrisa le contestó que él era el primer sorprendido. “Está bien. No los voy a buscar, pero si se me cruzan, los mato.” A partir de ese día, el viejo Palacios y el Manco eran anverso y reverso de la misma moneda. Si el Manco conducía la chata, el acompañante era el viejo. Si Palacios manejaba, en el asiento de al lado iba el Manco. Con el paso de los días y los meses, un nuevo orden se instaló en la chacra. Ostensiblemente, se descuidaron las tareas productivas porque el Manco no abandonaba al viejo Palacios en ninguna circunstancia y con frecuencia el viejo se dejaba estar abúlico, envuelto en vahos de alcohol. En esas ocasiones, el Manco se quedaba en la casa; limpiaba, cocinaba, cosía y con una armónica ejecutaba alegres canciones.

Mientras tanto, Juancho y Marta trabajaban en distintas chacras y quintas de los partidos de La Plata y Magdalena. De esa relación, nació Juana. Todo hubiera sido más o menos normal y anónimo si no hubiera mediado la siguiente circunstancia. Una mañana, antes del amanecer, el viejo Palacios y el Manco estaban descargando unos cajones de rúcula y tomates en el mercado de 3 y 48. En el playón, apenas si se distinguían las siluetas de los hombres y vehículos. El destino quiso que Juancho estacionara al lado del viejo Palacios, que lo reconoció de inmediato. Todo duró un par de minutos. El viejo le descerrajó 3 tiros; ninguno dio en el cuerpo de Juancho, quien se defendió con una llave cruz dándole un golpe en la cabeza. El viejo trastabilló y se preparó para disparar de nuevo. Juancho, para atacar. En ese momento, el Manco, el único hermano de Juancho, casi de atrás, con una cuchilla de trabajo le partió el corazón a su propio hermano.

Cuando el comisario Alberto Nitti le preguntó por qué lo había hecho, el Manco respondió suavemente, casi sin énfasis: “Era uno de los dos y yo con el viejo tenía una deuda de vida. La pagué.” Estuvo menos de un año preso; el viejo lo visitaba todos los días. Cuando salió en libertad, gracias a que tipificaron el asesinato como “defensa propia”, siguió viviendo en la chacra de Vieytes, invadida ahora por la maleza y la desidia. El viejo, totalmente destruido por el alcohol, murió unos años más tarde. El Manco lo sobrevivió bastante. Lo alcancé a conocer andrajoso y sombrío; ejecutaba melodías con la armónica en las cercanías del cementerio. Vivía de la caridad de la gente.


Roque Domingo Graciano ©



martes, enero 01, 2008

Invocando al vivaz espectro una vez más…

Farolito que alumbras apenas
mi calle desierta,
cuántas noches me has visto llorando
llamar a su puerta…

Sin llevarle más que una canción,
un pedazo de mi corazón.

Sin llevarle más nada que un beso,
friolento, travieso,
amargo y dulzón.

Farolito que alumbras apenas…

Agustín Lara



No han sido esfuerzo ni abnegación ni fidelidad ni respeto ni admiración ni pleitesía, te lo aseguro absolutamente, Corazón Suelto, pero de un momento a otro me he sentido aquí, donde tú sueles estar, contigo.

No he tenido tiempo de decidirlo ni quererlo, no ha sido necesario, menos mal.

En realidad mi mirada estaba ya razonablemente entretenida, persiguiendo las danzas de la luz de las bujías en el techo negro; y luego, en un instante, ya estábamos los dos cogiditos de la mano, arrastrándome tú hacia la parte más apartada del zarzal.

Dentro del 40% de entrega que mutuamente tenemos pactada, tengo yo la sensación de que a cada suspiro me regalas mucho más de lo estrictamente mesurable.

De todos modos, cuando quieras quitarme la vida, no la quiero para nada, para nada me sirve sin ti…