lunes, enero 21, 2008

Vínculos de sangre

El relato que a continuación tengo el placer de presentar es obra de Roque Domingo Graciano y aunque forma parte de una narración más extensa, tiene también toda la evocadora autonomía de la pieza breve.

Roque vive en el otro extremo del mundo, sobre los acantilados que se levantan frente al fiero Atlántico austral, y a lo largo de unos cuantos años de trato ya soy capaz de notar a través de sus humores epistolares cuándo le llega el verano y cuándo se le va, por esos parajes donde el tránsito entre estaciones viene a resumirse en un lacónico cara o cruz.

Aunque por sus obligaciones profesionales Roque viaje frecuentemente a paisajes mucho más risueños, lugares donde el vivir y el relacionarse suelen discurrir en un continuo sin grandes sobresaltos estacionales, se tiene la impresión de que esas aguas espumosas y esos gélidos y rugientes vientos antárticos ya le son igual de necesarios que la sangre para que su corazón bombee como es debido.

Igual de necesarios que esos encuentros de vino, carne y conversación —mucha conversación— conque se festeja al Sol, que también allí gusta de pasar sus temporadas, reponiéndose con los aires diáfanos y disfrutando de la discreta y siempre hospitalaria intimidad.

Queda inaugurada de esta manera una nueva ruta por la que será posible que viajen y se intercambien las más solicitadas especias de uno y otro puerto. Es cierto que este tráfico ya venía funcionando a una productiva escala interpersonal, pero puesto que uno tiene constancia de que por estas aguas transita también mucho navegante suelto, entiende que ya va siendo hora de extenderlo y compartirlo.

Muchas gracias, Roque, por acceder a mi petición.

JM





Vínculos de sangre

La historia del padre de Juana, “el Juancho”, es color sangre. Juancho tenía un hermano menor, al que llamaban el Manco porque tenía el brazo derecho tullido. Los dos eran hijos de unos obreros agrícolas de origen provinciano, chaqueños, que trabajaban en la zona de Etcheverry. La madre del Juancho y del Manco murió de un cáncer oscuro, en el Hospital de Melchor Romero, cuando los hijos eran pequeños: 2 y 4 años. El padre de los muchachos, pobre y borracho, los entregó al matrimonio Palacios, que por ese entonces vivía enfrente de la antigua estación ferroviaria de Etcheverry, al lado de donde hoy funciona una enfermería municipal. El matrimonio Palacios no tenía hijos y ya rondaban los 40 años. Aceptaron a los chicos como hijos propios y no se preocuparon cuando el padre desapareció de la zona. A los 2 años de la adopción, los Palacios compraron una chacra en Vieytes, unos 25 kilómetros al sudeste, donde criaban aves y cultivaban legumbres y verduras. Allí, siguieron creciendo Juancho y el Manco, en la tranquilidad de la chacra rodeada de paraísos y en donde hasta algún peso sobraba. Los muchachos eran conscientes de todo lo que debían a "los viejos” y así se lo manifestaban en las tareas del campo y de la casa, en el afecto y en la obediencia. Juancho se fue haciendo un hombre de carácter decidido y circunspecto. Era el primero en hacer y el último en hablar. El Manco, en cambio, era bullanguero, alegre y cariñoso.

La señora de Palacios falleció de otro cáncer oscuro y con su muerte se llevó el equilibrio y la armonía familiar.

El viejo Palacios no se acostumbraba a la ausencia femenina: probó con varias damas de la zona, con suerte diversa, mientras la chacra se hacía más próspera y apetecible; dejó de realizar directamente las tareas rurales, que recayeron en los muchachos, y él se encargó de la administración y venta.

Un sábado temprano, don Palacios cargó en la chata varios cajones con las mejores ponedoras y 5 lechones de óptima cotización. El Manco malició que también llevaba un buen puñado de dólares en los bolsillos. A eso de las 8 de la mañana, enfiló rumbo a Bavio. El domingo no regresó. Volvió el lunes al mediodía. Ya no traía ni las gallinas ni los lechones, tampoco los dólares; sí traía a su lado, en la cabina de la chata, una mujer de 17 años que había comprado y a quien presentó simplemente como Marta. Al principio, Marta era la muchacha que se encargaría de las tareas de la casa e incluso se le asignó una habitación especial; a los pocos días, se puso en evidencia que el lugar de Marta era el dormitorio matrimonial, junto al viejo Palacios. A las primeras extrañezas e incomodidades, le siguió un cierto orden querido y aceptado por todos. En definitiva, Marta vino a reemplazar a "la vieja”.

Un día, para asombro de propios y extraños, Juancho huyó con Marta, la mujer del viejo.

Don Palacios lo interrogó al Manco, quien sin mentir ni perder la sonrisa le contestó que él era el primer sorprendido. “Está bien. No los voy a buscar, pero si se me cruzan, los mato.” A partir de ese día, el viejo Palacios y el Manco eran anverso y reverso de la misma moneda. Si el Manco conducía la chata, el acompañante era el viejo. Si Palacios manejaba, en el asiento de al lado iba el Manco. Con el paso de los días y los meses, un nuevo orden se instaló en la chacra. Ostensiblemente, se descuidaron las tareas productivas porque el Manco no abandonaba al viejo Palacios en ninguna circunstancia y con frecuencia el viejo se dejaba estar abúlico, envuelto en vahos de alcohol. En esas ocasiones, el Manco se quedaba en la casa; limpiaba, cocinaba, cosía y con una armónica ejecutaba alegres canciones.

Mientras tanto, Juancho y Marta trabajaban en distintas chacras y quintas de los partidos de La Plata y Magdalena. De esa relación, nació Juana. Todo hubiera sido más o menos normal y anónimo si no hubiera mediado la siguiente circunstancia. Una mañana, antes del amanecer, el viejo Palacios y el Manco estaban descargando unos cajones de rúcula y tomates en el mercado de 3 y 48. En el playón, apenas si se distinguían las siluetas de los hombres y vehículos. El destino quiso que Juancho estacionara al lado del viejo Palacios, que lo reconoció de inmediato. Todo duró un par de minutos. El viejo le descerrajó 3 tiros; ninguno dio en el cuerpo de Juancho, quien se defendió con una llave cruz dándole un golpe en la cabeza. El viejo trastabilló y se preparó para disparar de nuevo. Juancho, para atacar. En ese momento, el Manco, el único hermano de Juancho, casi de atrás, con una cuchilla de trabajo le partió el corazón a su propio hermano.

Cuando el comisario Alberto Nitti le preguntó por qué lo había hecho, el Manco respondió suavemente, casi sin énfasis: “Era uno de los dos y yo con el viejo tenía una deuda de vida. La pagué.” Estuvo menos de un año preso; el viejo lo visitaba todos los días. Cuando salió en libertad, gracias a que tipificaron el asesinato como “defensa propia”, siguió viviendo en la chacra de Vieytes, invadida ahora por la maleza y la desidia. El viejo, totalmente destruido por el alcohol, murió unos años más tarde. El Manco lo sobrevivió bastante. Lo alcancé a conocer andrajoso y sombrío; ejecutaba melodías con la armónica en las cercanías del cementerio. Vivía de la caridad de la gente.


Roque Domingo Graciano ©



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