sábado, enero 26, 2008

La Ruta de la Seda (I)



Quien no comprende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación.

(Otro proverbio árabe)

Si tiene remedio, por qué te quejas? Y si no tiene remedio, por qué te quejas?
(Otro proverbio chino)




Se pregunta uno dónde tendrán estas gentes sus laboratorios de proverbios. Los árabes en el desierto, sí, de acuerdo; pero, y los chinos? En la corte del Gran Khan, tal vez, allá en la estepa?

—Los ejes de mi carreta, nunca los voy a engrasar —canta el bardo.

Está claro que la soledad de los viajes interminables por esas sendas apartadas y escasamente transitadas se presta a la observación y a la reflexión ensimismada, al moroso molturado de los recuerdos.

—Diariamente me asomo al Atlántico Sur y suelo ver diferentes objetos —maderas, plásticos, chapas— que las olas y los vientos mueven caprichosamente —dice Roque. —Siempre, puntualmente siempre, me pregunto si hay una ley en esos movimientos o si todo es fruto del azar. Sistemáticamente me re-pregunto en qué medida nosotros, los humanos, somos dueños de nuestro camino o, como aquellos objetos, también somos fruto del azar y del capricho…

La mar es también desierto y estepa fértil para el ensimismamiento.

—La pampa es como un inmenso mar, verde también, pero de yerba —dice Iñaxio Perurena a la vuelta de su primera visita a esos parajes remotos, expresando a su manera directa y clara la emoción ante toda esa abundancia tirada ahí en el suelo, derrochada hasta donde se pierde la vista, sin dueño…

Se comprende esta emoción en el que ha nacido y crecido en una sima entre montañas, ahí donde los prados no pasan de ser breves respiros en medio de las quebradas y pendientes vertiginosas; ahí donde el pastor combate día a día contra los árboles, porque su sombra le priva de unos preciosos retazos de pasto para el ganado.

Como el gato que acechara agazapado a su presa, afianzado concienzudamente en el terreno para poder saltar en el momento oportuno —estatua aparente, incapaz de tener quieta su cola—, el hombre de la montaña se pasma impaciente ante la inmensidad de la yerba suavemente mecida por la brisa indiferente del atardecer.

Silenciosamente se peina, peinando su larga melena, silenciosa y graciosamente, con un gesto tan bonito…*

—Miraba esa nube prometedora, tan mullida y confortable. Flotando en su bolsa de calor, podía sentirla bien cercana, doblemente tentadora; pero la dejé pasar. Pudo más la pereza, pues la almohada invitaba a cerrar los ojos y soñar… Dejé pasar a la nube para poder soñar con ella —dices, bien gatuna tú también, hija de la Luna.

Los grises vientos, los vientos fríos soplan allá donde yo voy. Oigo el ruido de muchas aguas abajo muy lejos. Todo el día, toda la noche, las oigo discurrir de un lado para otro.**

—No me hagas más daño —suplicas remolonamente convincente, jugando con el ratón.

Sí, el fuego también suele tener ese mismo hipnótico atractivo.


… … …


*XXIV

Silently she's combing,
Combling her long hair,
Silently and graciously,
With many a pretty hair.

**XXXV

The grey winds, the cold winds are blowing
Where I go.
I hear the noise of many waters
Far below.
All day, all night, I hear them flowing
To and fro.

"Música de cámara", James Joyce



lunes, enero 21, 2008

Vínculos de sangre

El relato que a continuación tengo el placer de presentar es obra de Roque Domingo Graciano y aunque forma parte de una narración más extensa, tiene también toda la evocadora autonomía de la pieza breve.

Roque vive en el otro extremo del mundo, sobre los acantilados que se levantan frente al fiero Atlántico austral, y a lo largo de unos cuantos años de trato ya soy capaz de notar a través de sus humores epistolares cuándo le llega el verano y cuándo se le va, por esos parajes donde el tránsito entre estaciones viene a resumirse en un lacónico cara o cruz.

Aunque por sus obligaciones profesionales Roque viaje frecuentemente a paisajes mucho más risueños, lugares donde el vivir y el relacionarse suelen discurrir en un continuo sin grandes sobresaltos estacionales, se tiene la impresión de que esas aguas espumosas y esos gélidos y rugientes vientos antárticos ya le son igual de necesarios que la sangre para que su corazón bombee como es debido.

Igual de necesarios que esos encuentros de vino, carne y conversación —mucha conversación— conque se festeja al Sol, que también allí gusta de pasar sus temporadas, reponiéndose con los aires diáfanos y disfrutando de la discreta y siempre hospitalaria intimidad.

Queda inaugurada de esta manera una nueva ruta por la que será posible que viajen y se intercambien las más solicitadas especias de uno y otro puerto. Es cierto que este tráfico ya venía funcionando a una productiva escala interpersonal, pero puesto que uno tiene constancia de que por estas aguas transita también mucho navegante suelto, entiende que ya va siendo hora de extenderlo y compartirlo.

Muchas gracias, Roque, por acceder a mi petición.

JM





Vínculos de sangre

La historia del padre de Juana, “el Juancho”, es color sangre. Juancho tenía un hermano menor, al que llamaban el Manco porque tenía el brazo derecho tullido. Los dos eran hijos de unos obreros agrícolas de origen provinciano, chaqueños, que trabajaban en la zona de Etcheverry. La madre del Juancho y del Manco murió de un cáncer oscuro, en el Hospital de Melchor Romero, cuando los hijos eran pequeños: 2 y 4 años. El padre de los muchachos, pobre y borracho, los entregó al matrimonio Palacios, que por ese entonces vivía enfrente de la antigua estación ferroviaria de Etcheverry, al lado de donde hoy funciona una enfermería municipal. El matrimonio Palacios no tenía hijos y ya rondaban los 40 años. Aceptaron a los chicos como hijos propios y no se preocuparon cuando el padre desapareció de la zona. A los 2 años de la adopción, los Palacios compraron una chacra en Vieytes, unos 25 kilómetros al sudeste, donde criaban aves y cultivaban legumbres y verduras. Allí, siguieron creciendo Juancho y el Manco, en la tranquilidad de la chacra rodeada de paraísos y en donde hasta algún peso sobraba. Los muchachos eran conscientes de todo lo que debían a "los viejos” y así se lo manifestaban en las tareas del campo y de la casa, en el afecto y en la obediencia. Juancho se fue haciendo un hombre de carácter decidido y circunspecto. Era el primero en hacer y el último en hablar. El Manco, en cambio, era bullanguero, alegre y cariñoso.

La señora de Palacios falleció de otro cáncer oscuro y con su muerte se llevó el equilibrio y la armonía familiar.

El viejo Palacios no se acostumbraba a la ausencia femenina: probó con varias damas de la zona, con suerte diversa, mientras la chacra se hacía más próspera y apetecible; dejó de realizar directamente las tareas rurales, que recayeron en los muchachos, y él se encargó de la administración y venta.

Un sábado temprano, don Palacios cargó en la chata varios cajones con las mejores ponedoras y 5 lechones de óptima cotización. El Manco malició que también llevaba un buen puñado de dólares en los bolsillos. A eso de las 8 de la mañana, enfiló rumbo a Bavio. El domingo no regresó. Volvió el lunes al mediodía. Ya no traía ni las gallinas ni los lechones, tampoco los dólares; sí traía a su lado, en la cabina de la chata, una mujer de 17 años que había comprado y a quien presentó simplemente como Marta. Al principio, Marta era la muchacha que se encargaría de las tareas de la casa e incluso se le asignó una habitación especial; a los pocos días, se puso en evidencia que el lugar de Marta era el dormitorio matrimonial, junto al viejo Palacios. A las primeras extrañezas e incomodidades, le siguió un cierto orden querido y aceptado por todos. En definitiva, Marta vino a reemplazar a "la vieja”.

Un día, para asombro de propios y extraños, Juancho huyó con Marta, la mujer del viejo.

Don Palacios lo interrogó al Manco, quien sin mentir ni perder la sonrisa le contestó que él era el primer sorprendido. “Está bien. No los voy a buscar, pero si se me cruzan, los mato.” A partir de ese día, el viejo Palacios y el Manco eran anverso y reverso de la misma moneda. Si el Manco conducía la chata, el acompañante era el viejo. Si Palacios manejaba, en el asiento de al lado iba el Manco. Con el paso de los días y los meses, un nuevo orden se instaló en la chacra. Ostensiblemente, se descuidaron las tareas productivas porque el Manco no abandonaba al viejo Palacios en ninguna circunstancia y con frecuencia el viejo se dejaba estar abúlico, envuelto en vahos de alcohol. En esas ocasiones, el Manco se quedaba en la casa; limpiaba, cocinaba, cosía y con una armónica ejecutaba alegres canciones.

Mientras tanto, Juancho y Marta trabajaban en distintas chacras y quintas de los partidos de La Plata y Magdalena. De esa relación, nació Juana. Todo hubiera sido más o menos normal y anónimo si no hubiera mediado la siguiente circunstancia. Una mañana, antes del amanecer, el viejo Palacios y el Manco estaban descargando unos cajones de rúcula y tomates en el mercado de 3 y 48. En el playón, apenas si se distinguían las siluetas de los hombres y vehículos. El destino quiso que Juancho estacionara al lado del viejo Palacios, que lo reconoció de inmediato. Todo duró un par de minutos. El viejo le descerrajó 3 tiros; ninguno dio en el cuerpo de Juancho, quien se defendió con una llave cruz dándole un golpe en la cabeza. El viejo trastabilló y se preparó para disparar de nuevo. Juancho, para atacar. En ese momento, el Manco, el único hermano de Juancho, casi de atrás, con una cuchilla de trabajo le partió el corazón a su propio hermano.

Cuando el comisario Alberto Nitti le preguntó por qué lo había hecho, el Manco respondió suavemente, casi sin énfasis: “Era uno de los dos y yo con el viejo tenía una deuda de vida. La pagué.” Estuvo menos de un año preso; el viejo lo visitaba todos los días. Cuando salió en libertad, gracias a que tipificaron el asesinato como “defensa propia”, siguió viviendo en la chacra de Vieytes, invadida ahora por la maleza y la desidia. El viejo, totalmente destruido por el alcohol, murió unos años más tarde. El Manco lo sobrevivió bastante. Lo alcancé a conocer andrajoso y sombrío; ejecutaba melodías con la armónica en las cercanías del cementerio. Vivía de la caridad de la gente.


Roque Domingo Graciano ©



martes, enero 01, 2008

Invocando al vivaz espectro una vez más…

Farolito que alumbras apenas
mi calle desierta,
cuántas noches me has visto llorando
llamar a su puerta…

Sin llevarle más que una canción,
un pedazo de mi corazón.

Sin llevarle más nada que un beso,
friolento, travieso,
amargo y dulzón.

Farolito que alumbras apenas…

Agustín Lara



No han sido esfuerzo ni abnegación ni fidelidad ni respeto ni admiración ni pleitesía, te lo aseguro absolutamente, Corazón Suelto, pero de un momento a otro me he sentido aquí, donde tú sueles estar, contigo.

No he tenido tiempo de decidirlo ni quererlo, no ha sido necesario, menos mal.

En realidad mi mirada estaba ya razonablemente entretenida, persiguiendo las danzas de la luz de las bujías en el techo negro; y luego, en un instante, ya estábamos los dos cogiditos de la mano, arrastrándome tú hacia la parte más apartada del zarzal.

Dentro del 40% de entrega que mutuamente tenemos pactada, tengo yo la sensación de que a cada suspiro me regalas mucho más de lo estrictamente mesurable.

De todos modos, cuando quieras quitarme la vida, no la quiero para nada, para nada me sirve sin ti…