sábado, marzo 22, 2008

Los decires de Adriana (IV)

Por Roque Domingo Graciano


"me entusiasmé con Adolfo"


A Adolfo me lo presentó una compañera entrerriana que cursaba conmigo Derecho Internacional. Fue en el jardín del Banco de la Provincia, al lado del la Facultad de Derecho. Había estacionado un Peugeot 403 azul en los jardines del Banco y el guardia le ordenaba que lo retirara. Nos saludó y nos invitó a llevarnos a nuestras casas. Aceptamos. Me llamó la atención su cogote grueso, sus trapecios poderosos, sus piernas arqueadas. Hablaba suave y pausadamente. A los treinta segundos de conocernos, le pregunte qué estudiaba. “Veterinaria”, me respondió. Comprendí qué me llamaba la atención. Tenía olor a bosta como los hombres de mi niñez. Aunque bañadito y con ropa limpia, se le notaban las huellas de los abrojos.

Obra de la casualidad o de la búsqueda, nos encontramos en varias oportunidades en el centro, en calle 7, cuando yo salía de cursar. Tomábamos un café o una gaseosa y charlábamos. Él sentía una admiración manifiesta hacia los estudiantes de ciencias sociales:

—Ustedes están en contacto con las grandes corrientes del pensamiento, con las escuelas que explican la vida y el universo.

Lo que hoy me avergüenza no es que él lo haya dicho sino que yo lo creyera así. ¡Pecados de juventud!

La primera invitación de Adolfo lo pinta de cuerpo entero. Me invitó a ver La hora de los hornos de Pino Solanas en el cine de la Facultad de Ciencias Económicas. Me pasó a buscar por el colegio y me presentó a sus compañeros de militancia, entre otros a su líder, el Gato Canet, un estudiante de Arquitectura barbado e histérico. Yo tenía un par de zapatos de 200 dólares y estos me hablaban de los pobres y de no sé qué luchas. “Mi lucha es contra el alcohol, no contra el imperialismo”, pensé.

Mis médicos me alentaron para que continuara mi relación con Adolfo. Uno de ellos, Fernando Talaño, tuvo una charla con él. 

—Tenés que darle contenido a tu vida y sentido a tu existencia —me dijo como síntesis.

Han pasado los años y ese apotegma es un jeroglífico que me sigue dando vueltas en la cabeza sin lograr comprenderlo. ¿Qué me quiso decir mi médico?

De cualquier manera, me entusiasmé con Adolfo y a través de él, con la política. Nos casamos con toda la pompa: misa de esponsales, orquestas, flores, familias y Mariana incluida, que estaba tan feliz y contenta como si la que se casara fuera ella. La luna de miel la pasamos en el centro histórico de Colonia (Uruguay), en la Posada del Caudillo, propiedad de mi analista.


"Caí nuevamente en el alcohol"


Me compré un departamento frente a Plaza Italia. Comíamos bifes de chorizo en el San Jorge de 7 y 54. Participé de la procesión a Vicente López en el 72 para aplaudir y saludar al general Perón. Me dije y me sentí peronista. Asistía a asambleas, pintadas, volanteadas. En marzo del 73, fui fiscal del FREJULI en las elecciones generales y en mayo del 73 con otros miles le gritaba a los milicos “Se van, se van y nunca volverán”.

En julio del 74 se acabó la fiesta. Nuestro departamento estaba a 100 metros en línea recta del local central de la Juventud Universitaria Peronista (J.U.P) y no podíamos comer ni dormir por las balas y las bombas.

Una tarde, al anochecer, la patota de Esteban me allanó el departamento. Por suerte sólo estaba yo con una amiga, la Japonesa, y el Pata Beltrami, que andaba medio escondido. La cosa no pasó a mayores, no robaron ni rompieron nada, pero quedé mal, atemorizada. A partir de eso, tus actos no son fruto del sano discernimiento ni del ejercicio prudente de la libertad, sino del miedo, del temor. Hablo de los actos cotidianos como estacionar el auto o hacer fila en la ventanilla de un banco. El miedo, el temor te condiciona desde lo público hasta lo más privado.

La situación empeoró más y más. Coloqué a Mariana de pupila todo el día y la visitaba diariamente; sólo la sacaba los fines de semana. A veces el grado de violencia en la ciudad era tal que los fines de semana me quedaba con ella para no sacarla del colegio. No podía más. No dormía en semanas enteras. La cabeza me estallaba. Los Ford Falcon verdes tiraban cadáveres en las calles. No aguantaba más. Caí nuevamente en el alcohol. Había dejado de tratarme desde que vivía con Adolfo. Cometí un error que un alcohólico nunca puede cometer: olvidarse de que es un enfermo.

En el 75 quedé embarazada de Camilo. Un desastre. Adolfo no podía ingresar a la facultad ni dormir en casa. Andaba prófugo. Lo buscaban para matarlo. Pensé en abortar, en suicidarme. Pensé en Mariana. En un momento de lucidez, consulté con uno de los médicos que me habían tratado. Al principio me atendió con distancia, desconfiaba. En la sociedad se había instalado la desconfianza. El otro temía que lo involucraras, que lo contagiaras. Temor al contagio. Al final la relación se suavizó y me aconsejó que me fuera de la ciudad, que me recluyera con las monjas en otro convento. Me internaron 45 días para una desintoxicación rigurosa; después, me instalé con Mariana en un colegio de General Pirán. El 30 de enero de 1976 nació Camilo en una clínica de Mar del Plata y el 30 de marzo del mismo año (6 días después del golpe militar), Camilo, Mariana, Adolfo y yo cruzábamos, en Bariloche, la frontera hacia el Chile de Pinochet, y de ahí a Panamá. En esos días, lo mataron al jefe de Adolfo, el Gato Canet. Fue un golpe duro para Adolfo. Sentía una verdadera admiración por el Gato.

El Gato era un típico dirigente estudiantil. Rápido mentalmente; hábil orador de asambleas; con la respuesta o la chicana a flor de labio. Nunca tuve afinidad con él ni lo traté mucho. A veces venía a casa, cuando vivíamos frente a Plaza Italia. Vestía un paletó azul con enganches de madera. Tenía rasgos delicados. Ojos claros, tez blanca, nariz levemente ganchuda. Era hijo de una familia pudiente de la provincia de Buenos Aires. El abuelo había sido político, diplomático y novelista.


"Fue un exilio duro"


Fue un exilio duro, como todo exilio. Nunca me integré en una comunidad tan joven. Tampoco soporté el olor, la mugre, el calor, la violencia. Parece mentira que yo hable de la violencia de otros, que me asuste de la violencia de otros con toda la violencia de mi familia, de mi generación, de mi pueblo. Con toda la violencia de mi vida. Es como dice el refrán: ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en tu propio ojo.

En Panamá la violencia es cosa cotidiana, de todos los días, está en el aire; es una violencia callejera, barrial. Aunque con dificultad, asimilaba la violencia argentina de aquella época: era una violencia política cuyas variantes intuitivamente manejaba. Por el contrario, en Miraflores se mata en un boliche porque miraste feo, porque llevás una ropa no aceptada por el resto. Se matan por boludeces o cuestiones para mí incomprensibles. Eso me hacía moco.

Por ese entonces Adolfo estaba siempre de reunión en reunión. Yo lo esperaba en la ventana. ¿Vendrá, vendrá? ¿Lo mataron de un navajazo por usar gafas?

Me volqué de lleno en Mariana. La llevaba a un colegio de monjas francesas y estaba mucho con ella. Fue un volcarme hacia adentro, hacia mí, hacia Mariana y Camilo.


"La chata lo partió al medio"


Estando en Centroamérica recibí la noticia de la muerte de mi padre. Yo no podía ingresar a la Argentina; mi hermano me comunicó, minuciosamente, cómo había muerto.

Mi padre estaba jubilado como médico; no ejercía más en el pueblo y en los papeles. Pero como estaba residiendo en el campo, en Ojo de Agua, cuando algún vecino lo necesitaba, él lo atendía. En una ocasión un vecino lo llamó por una gripe o algo así. Él fue. Cuando regresaba, en dirección norte-sur, al llegar a la estancia giró a la izquierda para entrar por la tranquera y se le atravesó a una chata que venía en sentido contrario. La chata lo partió al medio. Lo mágico, lo extraordinario del caso es que mi hermano venía detrás de la chata, a unos 300 ó 500 metros, y vio a mi padre que venía en sentido contrario y pensó “papá va a girar para la izquierda y la chata se lo va a tragar”, y así fue.

Luego resultó que mi hermano fue el principal testigo de descargo de la chata que mató a mi padre.

La muerte de mi padre produjo en mí un efecto positivo, benefactor, saludable. Me liberó del temor. Muerto mi padre, me sentí libre, dueña de mí; predispuesta a la felicidad y al goce.


"Una segunda pareja"


En la actualidad mi madre vive en Quilmes, cerca de la catedral. Se casó en segundas nupcias con Florencio, ¡un compañero del jardín de infantes, salita rosa!

No sólo se conocen de toda la vida, virtualmente, sino que de alguna manera fueron también pareja ¡durante toda la vida! Una segunda pareja, pero pareja al fin.

La relación comenzó en el jardín de infantes, cuando Florencio le escondió la bolsita* a mi madre. Así, entre llantos y agresiones, llegaron a la primaria, donde en algún momento comenzaron a noviar.

Con intervalos y reencuentros la relación continuó durante la primera juventud, hasta que Florencio viajó a la ciudad de Buenos Aires para comenzar unos estudios de medicina que nunca terminó.

Por esos años mi madre perdió todo contacto con Florencio y la familia de él, quienes se habían establecido en Avellaneda.

Se reencontraron un verano en Mar del Plata. Ambos ya estaban casados y con hijos, pero el fuego entre ellos continuaba; y tuvieron ocasión para avivarlo y alimentarlo.

Después, la separación hasta el próximo abrazo, que se daría 2 ó 3 años más tarde.

Cuando mi madre quedó viuda, Florencio, que trabajaba en un laboratorio de productos medicinales, tenía a su esposa enferma de parkinson.

Aún en vida de la mujer de Florencio, la pareja ya tomó cierta continuidad y consistencia; así que, cuando ella murió, legalizaron la situación y se fueron a vivir a calle Rivadavia, en Quilmes.


"Es hora de ir por la vereda del sol" **


Adolfo y yo habíamos comenzado una larga charla que, aunque todavía no ha concluido, ha cumplido etapas irreversibles. El esquema de nuestra charla era el siguiente: él o yo partíamos de una verdad no cuestionada, de una utopía, de un afecto antiguo que planteábamos al otro, al principio como una certidumbre; luego, en el devenir de la conversación fuimos introduciendo matices, distingos, precisiones que relativizaban el punto de partida. Buscábamos en el otro que aceptara la nueva postura, el cambio, la modificación; a veces, la refutación o la negación. Este ejercicio de diálogo lo acometíamos cada noche, disciplinadamente, y poco a poco Adolfo fue asumiendo un cambio, una transformación que estaba en él desde que llegamos a Panamá. Fue encontrándose, aceptándose: Aceptando que no estaba obligado a lo imposible, por definición; aceptando que podía ser feliz, que no estaba condenado ni al fracaso ni al sufrimiento. Hasta que finalmente dejó la política, asumiendo esa decisión como una emergencia de su manera de sentir.

Sin embargo, contrariando lo que un pensar ingenuo podría suponer, nuestra pareja se iba enfriando a medida que aumentaba nuestra comunicación, nuestro diálogo. En esas charlas comenzó a desvanecerse nuestro deseo en la pareja, para acabar extinguirse definitivamente con el correr del tiempo. En nuestra pareja el sexo fue indirectamente proporcional a nuestra amistad.

Pensamos establecernos en EEUU o Europa, pero surgieron dos inconvenientes. El mejor argumento que tuvo Adolfo para romper con su círculo de compañeros era que quería terminar su carrera de veterinario en México, dando a entender que allí proseguiría su militancia. Le faltaban 4 ó 5 materias. De tal manera, planificamos nuestra ida a México. Ahora bien, cuando ya estábamos próximos al viaje, me llegó una jugosa propuesta para atender los asuntos legales de una empresa europea en Quito, Ecuador.

Así que me instalé en Ecuador con Mariana y Camilo, mientras Adolfo tramitaba sus reválidas en México. Ya en Quito, comencé mi camino profesional con paso firme. Trabajé y estudié mucho. Viajé a Europa y EEUU por cuenta de la empresa y tuve importantes vinculaciones con la banca francesa, que sería la que en definitiva me abriría un portón aquí, en la Argentina.

Excepto algún encuentro esporádico, estuve separada de Adolfo cerca de 2 años. Para cuando regresó de México para instalarse en Ecuador, ya recibido de médico veterinario, la situación en la Argentina había cambiado. Lo más duro de la dictadura militar había pasado y Galtieri*** se encaminaba al papelón de Malvinas.


* * *


* Alude a una bolsa de tela donde los niños del preescolar llevan los elementos escolares. (El Ordenador). ** El Labuelo. *** Leopoldo Fortunato Galtieri, general y presidente no constitucional de Argentina. Le declaró la guerra a Inglaterra en abril de 1982, por lo que fue aclamado por miles y miles de argentinos en la histórica Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires, al grito de “¡Dale Leo, dale Leo!”. (El Ordenador)


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la cuarta entrega de las 5 de que se compone este relato, la quinta y última de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)


jueves, marzo 20, 2008

Rojo y negro

Por Gladys Lopreto


          Mi sangre, rojo y negro.

Rojo de los antiguos hombres que poblaron la tierra,
fino fluido de la vida,
raíces que se abrazan
al tejido enterrado de árboles y de pájaros,
suave río caliente
que me inunda por dentro
trasportando canciones,
alumbrando mañanas y atardeceres,
susurrando
los deseos del aire que recorre los cuerpos,
los envuelve y los une
en comunión sagrada.

Los hematíes de mi sangre
llevan el antiguo fuego.

          Pero también
          un líquido plomizo,
          un hollín insidioso,
          entraron para siempre
          y anidaron el centro cordial de cada célula
          del río que surcaba transparente mi cuerpo.
          Entonces
          el aire no es gozoso,
          entra abriendo la carne con oscuros cuchillos
          y nos une a las sombras.

Nunca más
la alegría primigenia,
nunca más
la claridad del canto,
En la laguna
pesada asciende el agua
bajo una lluvia fría y lenta que no acaba.

A veces
un brillo, una luz, una palma caliente,
es el rojo que brota,
          pero otras
          la cabeza se inclina agobiada de asfalto,
          grávida de negrura
          y no remonta el vuelo.  



Gladys Lopreto © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autora.




viernes, marzo 14, 2008

Parchetes* (I)

*Reunida y constituida en sesión extraordinaria por primera vez y de manera totalmente casual, accidental e involuntaria hasta cierto punto, la Academia Errante AnónimaAEA, de aquí en adelante— acordó unánimemente denominar parchetes a esos espacios temporales en que nada decisivo parece ventilarse y que bien podrían darse por perdidos de no ser porque fomentan la ocurrencia como única salida factible, además de una determinada clase de concordancia paradójica —concordancia paradójica, sí, ya que a primera vista y para la mirada del profano bien podría tomarse por discordante, tal y como luego habrá oportunidad de ir ilustrando debidamente—; una concordancia paradójica, decíamos, particularmente esforzada y laboriosa, en todo punto parecida al desencuentro, sólo que altamente satisfactoria, sobre todo.

Si bien podría pensarse que el feliz neologismo derivara de parche —pedazo de etcétera que se pega sobre una cosa, generalmente para tapar un agujero; cosa sobrepuesta a otra y como pegada, que desdice de la principal; pegote o retoque mal hecho; solución provisional, y a la larga poco satisfactoria, que se da a algún problema…—, en realidad deviene por vía lógica y natural de la conjunción perfectamente copulativa de paréntesis —suspensión o interrupción— y corchete —signo que abraza dos o más guarismos, palabras o renglones en lo manuscrito, impreso, vivencial y etcetérico en general.





Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel.

Christopher Isherwood, Adiós a Berlín



Emprendí el viaje con ánimo resuelto a la par que vagamente expectante, ante la perspectiva de cómo habrían de sentarme 5 horas de encierro en un autobús, después de las intensas premuras vividas en los días anteriores; unas premuras ineludibles de cara a liberarme totalmente de compromisos, a poder ser, para así abordar libre de preocupaciones este que resultaría ser un parchete en toda regla.

Resultó un viaje muy cómodo y tranquilo, con tiempo de sobra para poder apreciar las sucesivas modulaciones paisajísticas, así como para entretenerme leyendo y echando también alguna que otra reparadora cabezadita. Yo fui la única persona que hizo enteramente el trayecto desde la salida hasta mi punto de destino, ya que hubo un par de cambios de chófer durante el transcurso. Al llegar a Llanes descendimos los 2 únicos y últimos viajeros, dejando que fuera el conductor el que completara en solitario el resto de su ruta.

De modo que no tenía mucho de particular que, tras los saludos de bienvenida, lo primero que le dijera a Rosa-Rosæ fuera que necesitaba tomar un café. No tengo costumbre de tomar café, ya que me suele sentar muy mal; excepto cuando necesito con urgencia ponerme las pilas, como justamente era el caso después del soporífero viaje.

Rosa-Rosæ pareció acoger mi petición de la manera más natural del mundo, y luego de ayudarme a cargar mi equipaje en su furgoneta —una wolkswagen de reglamento, como todo lo que a Rosa-Rosæ concierne, según luego pude seguir comprobando—, de la misma natural manera condujo durante un cuarto de hora muy largo hasta lo que resultó ser un mirador situado en lo alto de un promontorio que dominaba un inmenso panorama marino, allá en medio de la tarde ya decididamente declinante.

!!!

—¿Cómo quieres el café? —me preguntó, también como la cosa más natural del mundo—: ¿Largo, corto, ligero, cargado, cortado, con azúcar o sin…?

Y luego se metió en la parte trasera de la furgoneta, a poner en marcha la cafetera mientras yo encaraba a solas aquel soberbio escenario sin saber qué pensar, sumido en un beatífico estupor.

Cuando ya apurábamos el primer café, Rosa-Rosæ volvió a entrar en la parte trasera de la furgoneta, para regresar con una guitarra y ponerse a cantar a la tarde:

Por la blanda arena que lame el mar
su pequeña huella no vuelve más,
un sendero solo de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda,
un sendero solo de penas mudas llegó
hasta la espuma…


!!!

Como si fuera cosa de todos los días oír cantar una bonita voz primorosamente acompañada, en momento y lugar semejantes además, opté por guardar silencio, supongo que cobardemente, antes que tener que declarar, confesar o admitir al menos que ésa es una de las canciones que más aprecio y me conmueve; cada vez más, a medida que pasa el tiempo desde que la escuché por primera vez, tomándola entonces como la cosa más natural del mundo: como si existiera desde el principio de los tiempos, al igual que la arena, la espuma y el mar…

A lo largo de muchos otros momentos en los días sucesivos tuve que enfrentarme ineludiblemente a la misma desconcertante disyuntiva de tener que callar cobardemente antes que declarar, confesar o admitir que algo que se suscitara ante mí pudiera ser tan íntimamente mío y querido, además de realmente insólito en la manera de producirse.

Me resultaba mucho menos problemático, por el contrario, declarar como quien no quiere la cosa que aquel mismo muro al lado de aquel mismo sendero en la misma arboleda era el paisaje cotidiano más añorado de mi infancia, sobre todo desde el día en que otras urgencias muy difíciles de aceptar hubieran dado al traste con él, arrasándolo para a continuación sepultarlo en cemento y asfalto, confinándolo así a la nostalgia; a la siempre punzante añoranza, ya que no al olvido.

Me resultaban mucho más aceptables las miradas inquisitivas de Rosa-Rosæ, como si se preguntara si yo bromeaba o chocheaba cuando ponía en valor esos aspectos digamos que residuales o accesorios, al tiempo que me mostraba incapaz de reaccionar y manifestarme ante otras cuestiones de una relevancia en principio bastante más inmediata, evidente y palpitante.

Muy afortunadamente, en ningún momento me vi emplazado a tener que desfazer entuertos ni malentendidos de ninguna clase, pues tanto Rosa-Rosæ como el resto de esta tribu que junto a ella tuve el gusto de conocer no parecen prestarle demasiada atención al desencuentro aparente. Se diría, por el contrario, que este vivir y dejar vivir como condición necesaria es una actitud que estuviera determinada ya desde el propio paisaje.

A propósito de estas cuestiones, me acordaba de eso que se suele decir de los gallegos: que cuando te encuentras con uno en una escalera, resulta difícil averiguar si es que sube o si baja. De manera parecida, al menos al principio, a cada momento me preguntaba yo si es que Rosa-Rosæ y esta gente van o vienen; si es que están de ida o ya de vuelta…

Pero al poco ya me daba igual, pues me sentía muy a gusto, simplemente. Iba a decir que como en mi casa, pero tengo la sensación de que esa casa mía hace ya tiempo que ha desaparecido y ahora es otra cosa muy diferente, no sé si mejor…


*   *   *



jueves, marzo 13, 2008

Los decires de Adriana (III)

Por Roque Domingo Graciano




“Yo usaba pollera tableada y saco corto, medias de seda y botas cortas”


Cuando llegué a La Plata, las mujeres usaban el pelo batido, con spray. También estaba de moda el corte a lo Jacqueline*. En cuanto a la vestimenta, se llevaba un traje clásico con pollera por debajo de la rodilla.

La minifalda fue un par de años después. No estoy en condiciones de valorar si efectivamente fue una explosión en una sociedad pacata y estructurada. Mi visión de entonces era la de una jovencita del interior que había vivido su adolescencia en un colegio de monjas. Por lo tanto, tenía una mirada pobre, chata.

De cualquier manera la moda siempre es trasgresión y recuperación. Te aclaro que yo usaba minifalda. ¡Y cómo y qué minifaldas! Justamente cuando quedé embarazada de Mariana, gastaba minis.

La minifalda tiene como antecedente el vestido cortón, floreado y de seda, de los años 20 y 30 que aparece en las películas de la época del charlestón.

Después de la minifalda apareció el hot-pants, que es un pantalón corto o short, una cuarta arriba de las rodillas, con botamanga. Arriba nos colocábamos algo largo, como por ejemplo un tapado de lana. Solía ser para las fiestas paquetas. Me puse hot-pants por primera vez para una cena que ofreció un financista en el Jockey Club de Punta Lara, entre las piscinas y a la vista de la fresca brisa del río, mientras los muchachos de esmoquin se zambullían en el natatorio para recoger las monedas de oro que arrojaba el anfitrión.

Hacia finales de los 60 apareció la maxifalda: lo opuesto a la minifalda. La maxifalda llegaba hasta los tobillos. La transición entre la mini y la maxi fue el hot-pants con el abrigo largo, también hasta los tobillos. En la moda todo es trasgresión y recuperación, y se infringe recuperando.

Aparecen los colores estridentes: el verde amarillo, el turquesa, el fucsia… Conjeturo que la variación de colores está íntimamente relacionada con el material de las telas, y por esa época fue cuando se popularizaron los textiles sintéticos derivados de los hidrocarburos.

Algunos estudiantes de Ingeniería o Veterinaria solían usar vaqueros y zapatillas. Beto Peregrina era de los de traje completo —saco, chaleco, pantalón—, con camisa, corbata y sombrero; y zapatos de cuero y barbita. La barbita era un toque inusual, una impronta juvenil en un joven abogado. Para el club llevaba ropa blanca: camisa, pantalón y zapatillas con medias; si iba a nadar al Jockey de Punta Lara o si hacía frío, entonces se ponía un rompevientos —o buzo— de algodón color blanco o azul, y arriba una campera de lana o corderoy. Con matices, los estudiantes o jóvenes docentes de la Facultad de Derecho se vestían igual.

El pantalón oxford es con botamangas anchas, lo opuesto al pantalón bombilla; muy propio de los años 70. Adolfo vistió un pantalón oxford para nuestro casamiento. El traje de casamiento de Adolfo es con pantalón oxford.

No era común que los nuevos estudiantes llevaran sombrero; recuerdo que sí lo usaban los estudiantes avanzados y los docentes. También las mujeres solíamos llevar sombreritos o casquitos irregulares que hacían juego con la pollera y el saco.

Mi pollera solía ser la tableada, acompañada de un saco corto, medias de seda y botas cortas hechas a medida, forradas con cuero de cordero y borde de nutria. El clima frío y húmedo de La Plata imponía —más allá de la moda y los mandamientos institucionales— los guantes y el tapado; en primavera usábamos guantes blancos, pollera azul, camisa, chaleco, zapatos oscuros cerrados, tacos altos y medias de seda. Algunas compañeras se inclinaban por el traje recto: saco, camisa, chaleco, pollera y a veces corbata; era una vestimenta exclusiva para la facultad o los tribunales. No ibas de traje a la confitería o al club.

A Buenos Aires viajábamos en tren desde 1 y 44, o en micro. Dos empresas de ómnibus hacían el servicio hasta Constitución y Once. Una tenía la terminal en Plaza Italia, entre 7 y diagonal 77. La otra, en calle 6 y diagonal 79. Nos bajábamos en avenida 9 de Julio y tomábamos el té con masas dulces en Harrod’s. A la noche, cine o teatro.


“El que bebe duerme; el que duerme no peca; el que no peca va al cielo” **  


Mi alcoholismo es parte de una larga herencia de bisabuelos y abuelos inmigrantes. Ante el trabajo brutal la bebida era un vicio más que aceptable; una virtud, en cuanto que no involucraba al sexo. A la tardecita, en El Yapar, cuando había terminado la extensa y agotadora jornada, los adultos de mi familia materna, tíos, primos y otros parientes, después de una rápida higiene, se preparaban en una ceremonia casi ritual para las libaciones que acabarían cerca de la media noche. En verano se instalaban en la galería de la casa y en invierno en el comedor.

Los adultos se vestían como adultos. Los hombres, de pantalones oscuros con botamanga, sombreros, camisas de salir arremangadas por arriba del codo; y las mujeres, con vestidos amplios y largos, y tacos altos. A la hora del cóctel no parecía que hombres y mujeres hubieran trabajado tan duro durante todo el día.

Yo adoraba toda la parafernalia alrededor de la bebida: las cubeteras, los fiambres, el queso, los picantes, las aceitunas. El Cinzano bien frío, el toque de Fernet y el golpecito de soda helada.

Adoraba la manera en que los adultos se relajaban y eran felices, olvidándose así de la brutal jornada de trabajo.
Paulatinamente, desde la cocina, al principio acarreando los platitos, así me fui uniendo a la fila de los adultos.

De manera que, a partir de los 17 años, en La Plata, después de dejar el colegio de monjas, el alcohol, que siempre había tenido una presencia fuerte en mi vida, se fue incrementando hasta convertirse en un neblinoso sueño… de alcohol. Y de parejas de un rato, de unas horas, que no reconocía cuando estaba lúcida. De desastre en desastre, de ruptura en ruptura, carecía de sentimiento aún para mi pequeña Mariana. Los sentimientos se quedaban en el altillo y no entraban en mi conciencia. No era consciente de que estaba loca. La única verdad era una gota más de alcohol. Llegué a despertarme con tres hombres en una cama. No reconocía a ninguno de los tres y nunca más los vi.

Fue en Córdoba, capital. Sólo me acuerdo del final. Me desperté a la madrugada y fui al baño, intuitivamente. Tuve una descompostura brava, con vómitos y diarrea. Tenía semen hasta en las uñas; todo mi cuerpo era un depósito de semen. Cuando pude me arrastré hasta la ducha y me fui recuperando. Luego de estar más de una hora bajo la lluvia caliente, aunque cuando salí del baño ya era de día, allí seguían mis tres hombres en la cama, durmiendo desnudos. Comencé a vestirme y uno de ellos se despertó. Era un cuarentón o cincuentón. Petiso, morrudo, con una barbita canosa y prolija de intelectual universitario. Se recuperó rápidamente y se puso un calzoncillo floreado con piernas. Lo interpreté como una cortesía hacia la dama. Me alcanzó una copa de coñac. Era exquisito. Tomé tres. Antes de salir del cuarto me fijé en la cartera, a ver si tenía dinero. Había unos pocos pesos. El petiso, que me sonaba a gallego o árabe, sin que se lo pidiera, me extendió un billete de 100 dólares.

—Para el coche de alquiler —dijo con un acento que me sonó a francés, y agregó: —Sírvase usted sencillos, que puede necesitarlos.

Y me dio 4 billetes de 2 dólares.

Se lo agradecí y me despedí, no sin antes preguntarle dónde estábamos. Los otros dos seguían durmiendo. En la calle, cuando subía al taxi, una tierra seca y un viento caliente que venían de la ciudad universitaria en construcción me envolvieron como una antorcha.

—Hace 90 días que no llueve —dijo el tachero, con acento cordobés.

Ciertamente, en el sexo creo que se da la ruptura con nuestros adultos. Ellos eran básicamente puritanos; nosotros explorábamos nuestros cuerpos centímetro a centímetro, con fruición y el detenimiento de un sacerdote durante el santo sacrificio de la misa. No nos negábamos a ninguna experiencia posible: el orgasmo bajo el agua, en la piscina; bolsa de nylon en la cabeza; ahorcamiento con el cinturón; antitusivos para retardar el orgasmo… Todo era válido. Hasta el amor estaba permitido.

Cómo llegué, no lo recuerdo. Una mañana de sol, en un patio de más de 80 metros cuadrados, embaldosado, limpio y brillante, desperté con la pequeña Mariana a mi lado. Una vez más estaba con las monjas; esta vez con mi pequeña hija. Fueron tiempos duros de abstinencia y de reprogramar mi vida. Poco a poco, con dificultad y mucha ayuda, fui saliendo.

Lentamente pude comenzar a cursar y preparar materias para rendir. Hasta entonces sólo había aprobado Introducción al Derecho con Cueto Rúa. ¡Pésimo rendimiento!

* * *


* Se refiere al peinado que popularizó, en los años 50 y 60, Jacqueline Bouvier, casada con John F. Kennedy, presidente de los EEUU. ** Refrán. (El Ordenador)



Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la tercera entrega de las 5 de que se compone este relato, la cuarta de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)