viernes, marzo 14, 2008

Parchetes* (I)

*Reunida y constituida en sesión extraordinaria por primera vez y de manera totalmente casual, accidental e involuntaria hasta cierto punto, la Academia Errante AnónimaAEA, de aquí en adelante— acordó unánimemente denominar parchetes a esos espacios temporales en que nada decisivo parece ventilarse y que bien podrían darse por perdidos de no ser porque fomentan la ocurrencia como única salida factible, además de una determinada clase de concordancia paradójica —concordancia paradójica, sí, ya que a primera vista y para la mirada del profano bien podría tomarse por discordante, tal y como luego habrá oportunidad de ir ilustrando debidamente—; una concordancia paradójica, decíamos, particularmente esforzada y laboriosa, en todo punto parecida al desencuentro, sólo que altamente satisfactoria, sobre todo.

Si bien podría pensarse que el feliz neologismo derivara de parche —pedazo de etcétera que se pega sobre una cosa, generalmente para tapar un agujero; cosa sobrepuesta a otra y como pegada, que desdice de la principal; pegote o retoque mal hecho; solución provisional, y a la larga poco satisfactoria, que se da a algún problema…—, en realidad deviene por vía lógica y natural de la conjunción perfectamente copulativa de paréntesis —suspensión o interrupción— y corchete —signo que abraza dos o más guarismos, palabras o renglones en lo manuscrito, impreso, vivencial y etcetérico en general.





Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel.

Christopher Isherwood, Adiós a Berlín



Emprendí el viaje con ánimo resuelto a la par que vagamente expectante, ante la perspectiva de cómo habrían de sentarme 5 horas de encierro en un autobús, después de las intensas premuras vividas en los días anteriores; unas premuras ineludibles de cara a liberarme totalmente de compromisos, a poder ser, para así abordar libre de preocupaciones este que resultaría ser un parchete en toda regla.

Resultó un viaje muy cómodo y tranquilo, con tiempo de sobra para poder apreciar las sucesivas modulaciones paisajísticas, así como para entretenerme leyendo y echando también alguna que otra reparadora cabezadita. Yo fui la única persona que hizo enteramente el trayecto desde la salida hasta mi punto de destino, ya que hubo un par de cambios de chófer durante el transcurso. Al llegar a Llanes descendimos los 2 únicos y últimos viajeros, dejando que fuera el conductor el que completara en solitario el resto de su ruta.

De modo que no tenía mucho de particular que, tras los saludos de bienvenida, lo primero que le dijera a Rosa-Rosæ fuera que necesitaba tomar un café. No tengo costumbre de tomar café, ya que me suele sentar muy mal; excepto cuando necesito con urgencia ponerme las pilas, como justamente era el caso después del soporífero viaje.

Rosa-Rosæ pareció acoger mi petición de la manera más natural del mundo, y luego de ayudarme a cargar mi equipaje en su furgoneta —una wolkswagen de reglamento, como todo lo que a Rosa-Rosæ concierne, según luego pude seguir comprobando—, de la misma natural manera condujo durante un cuarto de hora muy largo hasta lo que resultó ser un mirador situado en lo alto de un promontorio que dominaba un inmenso panorama marino, allá en medio de la tarde ya decididamente declinante.

!!!

—¿Cómo quieres el café? —me preguntó, también como la cosa más natural del mundo—: ¿Largo, corto, ligero, cargado, cortado, con azúcar o sin…?

Y luego se metió en la parte trasera de la furgoneta, a poner en marcha la cafetera mientras yo encaraba a solas aquel soberbio escenario sin saber qué pensar, sumido en un beatífico estupor.

Cuando ya apurábamos el primer café, Rosa-Rosæ volvió a entrar en la parte trasera de la furgoneta, para regresar con una guitarra y ponerse a cantar a la tarde:

Por la blanda arena que lame el mar
su pequeña huella no vuelve más,
un sendero solo de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda,
un sendero solo de penas mudas llegó
hasta la espuma…


!!!

Como si fuera cosa de todos los días oír cantar una bonita voz primorosamente acompañada, en momento y lugar semejantes además, opté por guardar silencio, supongo que cobardemente, antes que tener que declarar, confesar o admitir al menos que ésa es una de las canciones que más aprecio y me conmueve; cada vez más, a medida que pasa el tiempo desde que la escuché por primera vez, tomándola entonces como la cosa más natural del mundo: como si existiera desde el principio de los tiempos, al igual que la arena, la espuma y el mar…

A lo largo de muchos otros momentos en los días sucesivos tuve que enfrentarme ineludiblemente a la misma desconcertante disyuntiva de tener que callar cobardemente antes que declarar, confesar o admitir que algo que se suscitara ante mí pudiera ser tan íntimamente mío y querido, además de realmente insólito en la manera de producirse.

Me resultaba mucho menos problemático, por el contrario, declarar como quien no quiere la cosa que aquel mismo muro al lado de aquel mismo sendero en la misma arboleda era el paisaje cotidiano más añorado de mi infancia, sobre todo desde el día en que otras urgencias muy difíciles de aceptar hubieran dado al traste con él, arrasándolo para a continuación sepultarlo en cemento y asfalto, confinándolo así a la nostalgia; a la siempre punzante añoranza, ya que no al olvido.

Me resultaban mucho más aceptables las miradas inquisitivas de Rosa-Rosæ, como si se preguntara si yo bromeaba o chocheaba cuando ponía en valor esos aspectos digamos que residuales o accesorios, al tiempo que me mostraba incapaz de reaccionar y manifestarme ante otras cuestiones de una relevancia en principio bastante más inmediata, evidente y palpitante.

Muy afortunadamente, en ningún momento me vi emplazado a tener que desfazer entuertos ni malentendidos de ninguna clase, pues tanto Rosa-Rosæ como el resto de esta tribu que junto a ella tuve el gusto de conocer no parecen prestarle demasiada atención al desencuentro aparente. Se diría, por el contrario, que este vivir y dejar vivir como condición necesaria es una actitud que estuviera determinada ya desde el propio paisaje.

A propósito de estas cuestiones, me acordaba de eso que se suele decir de los gallegos: que cuando te encuentras con uno en una escalera, resulta difícil averiguar si es que sube o si baja. De manera parecida, al menos al principio, a cada momento me preguntaba yo si es que Rosa-Rosæ y esta gente van o vienen; si es que están de ida o ya de vuelta…

Pero al poco ya me daba igual, pues me sentía muy a gusto, simplemente. Iba a decir que como en mi casa, pero tengo la sensación de que esa casa mía hace ya tiempo que ha desaparecido y ahora es otra cosa muy diferente, no sé si mejor…


*   *   *



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