jueves, marzo 13, 2008

Los decires de Adriana (III)

Por Roque Domingo Graciano




“Yo usaba pollera tableada y saco corto, medias de seda y botas cortas”


Cuando llegué a La Plata, las mujeres usaban el pelo batido, con spray. También estaba de moda el corte a lo Jacqueline*. En cuanto a la vestimenta, se llevaba un traje clásico con pollera por debajo de la rodilla.

La minifalda fue un par de años después. No estoy en condiciones de valorar si efectivamente fue una explosión en una sociedad pacata y estructurada. Mi visión de entonces era la de una jovencita del interior que había vivido su adolescencia en un colegio de monjas. Por lo tanto, tenía una mirada pobre, chata.

De cualquier manera la moda siempre es trasgresión y recuperación. Te aclaro que yo usaba minifalda. ¡Y cómo y qué minifaldas! Justamente cuando quedé embarazada de Mariana, gastaba minis.

La minifalda tiene como antecedente el vestido cortón, floreado y de seda, de los años 20 y 30 que aparece en las películas de la época del charlestón.

Después de la minifalda apareció el hot-pants, que es un pantalón corto o short, una cuarta arriba de las rodillas, con botamanga. Arriba nos colocábamos algo largo, como por ejemplo un tapado de lana. Solía ser para las fiestas paquetas. Me puse hot-pants por primera vez para una cena que ofreció un financista en el Jockey Club de Punta Lara, entre las piscinas y a la vista de la fresca brisa del río, mientras los muchachos de esmoquin se zambullían en el natatorio para recoger las monedas de oro que arrojaba el anfitrión.

Hacia finales de los 60 apareció la maxifalda: lo opuesto a la minifalda. La maxifalda llegaba hasta los tobillos. La transición entre la mini y la maxi fue el hot-pants con el abrigo largo, también hasta los tobillos. En la moda todo es trasgresión y recuperación, y se infringe recuperando.

Aparecen los colores estridentes: el verde amarillo, el turquesa, el fucsia… Conjeturo que la variación de colores está íntimamente relacionada con el material de las telas, y por esa época fue cuando se popularizaron los textiles sintéticos derivados de los hidrocarburos.

Algunos estudiantes de Ingeniería o Veterinaria solían usar vaqueros y zapatillas. Beto Peregrina era de los de traje completo —saco, chaleco, pantalón—, con camisa, corbata y sombrero; y zapatos de cuero y barbita. La barbita era un toque inusual, una impronta juvenil en un joven abogado. Para el club llevaba ropa blanca: camisa, pantalón y zapatillas con medias; si iba a nadar al Jockey de Punta Lara o si hacía frío, entonces se ponía un rompevientos —o buzo— de algodón color blanco o azul, y arriba una campera de lana o corderoy. Con matices, los estudiantes o jóvenes docentes de la Facultad de Derecho se vestían igual.

El pantalón oxford es con botamangas anchas, lo opuesto al pantalón bombilla; muy propio de los años 70. Adolfo vistió un pantalón oxford para nuestro casamiento. El traje de casamiento de Adolfo es con pantalón oxford.

No era común que los nuevos estudiantes llevaran sombrero; recuerdo que sí lo usaban los estudiantes avanzados y los docentes. También las mujeres solíamos llevar sombreritos o casquitos irregulares que hacían juego con la pollera y el saco.

Mi pollera solía ser la tableada, acompañada de un saco corto, medias de seda y botas cortas hechas a medida, forradas con cuero de cordero y borde de nutria. El clima frío y húmedo de La Plata imponía —más allá de la moda y los mandamientos institucionales— los guantes y el tapado; en primavera usábamos guantes blancos, pollera azul, camisa, chaleco, zapatos oscuros cerrados, tacos altos y medias de seda. Algunas compañeras se inclinaban por el traje recto: saco, camisa, chaleco, pollera y a veces corbata; era una vestimenta exclusiva para la facultad o los tribunales. No ibas de traje a la confitería o al club.

A Buenos Aires viajábamos en tren desde 1 y 44, o en micro. Dos empresas de ómnibus hacían el servicio hasta Constitución y Once. Una tenía la terminal en Plaza Italia, entre 7 y diagonal 77. La otra, en calle 6 y diagonal 79. Nos bajábamos en avenida 9 de Julio y tomábamos el té con masas dulces en Harrod’s. A la noche, cine o teatro.


“El que bebe duerme; el que duerme no peca; el que no peca va al cielo” **  


Mi alcoholismo es parte de una larga herencia de bisabuelos y abuelos inmigrantes. Ante el trabajo brutal la bebida era un vicio más que aceptable; una virtud, en cuanto que no involucraba al sexo. A la tardecita, en El Yapar, cuando había terminado la extensa y agotadora jornada, los adultos de mi familia materna, tíos, primos y otros parientes, después de una rápida higiene, se preparaban en una ceremonia casi ritual para las libaciones que acabarían cerca de la media noche. En verano se instalaban en la galería de la casa y en invierno en el comedor.

Los adultos se vestían como adultos. Los hombres, de pantalones oscuros con botamanga, sombreros, camisas de salir arremangadas por arriba del codo; y las mujeres, con vestidos amplios y largos, y tacos altos. A la hora del cóctel no parecía que hombres y mujeres hubieran trabajado tan duro durante todo el día.

Yo adoraba toda la parafernalia alrededor de la bebida: las cubeteras, los fiambres, el queso, los picantes, las aceitunas. El Cinzano bien frío, el toque de Fernet y el golpecito de soda helada.

Adoraba la manera en que los adultos se relajaban y eran felices, olvidándose así de la brutal jornada de trabajo.
Paulatinamente, desde la cocina, al principio acarreando los platitos, así me fui uniendo a la fila de los adultos.

De manera que, a partir de los 17 años, en La Plata, después de dejar el colegio de monjas, el alcohol, que siempre había tenido una presencia fuerte en mi vida, se fue incrementando hasta convertirse en un neblinoso sueño… de alcohol. Y de parejas de un rato, de unas horas, que no reconocía cuando estaba lúcida. De desastre en desastre, de ruptura en ruptura, carecía de sentimiento aún para mi pequeña Mariana. Los sentimientos se quedaban en el altillo y no entraban en mi conciencia. No era consciente de que estaba loca. La única verdad era una gota más de alcohol. Llegué a despertarme con tres hombres en una cama. No reconocía a ninguno de los tres y nunca más los vi.

Fue en Córdoba, capital. Sólo me acuerdo del final. Me desperté a la madrugada y fui al baño, intuitivamente. Tuve una descompostura brava, con vómitos y diarrea. Tenía semen hasta en las uñas; todo mi cuerpo era un depósito de semen. Cuando pude me arrastré hasta la ducha y me fui recuperando. Luego de estar más de una hora bajo la lluvia caliente, aunque cuando salí del baño ya era de día, allí seguían mis tres hombres en la cama, durmiendo desnudos. Comencé a vestirme y uno de ellos se despertó. Era un cuarentón o cincuentón. Petiso, morrudo, con una barbita canosa y prolija de intelectual universitario. Se recuperó rápidamente y se puso un calzoncillo floreado con piernas. Lo interpreté como una cortesía hacia la dama. Me alcanzó una copa de coñac. Era exquisito. Tomé tres. Antes de salir del cuarto me fijé en la cartera, a ver si tenía dinero. Había unos pocos pesos. El petiso, que me sonaba a gallego o árabe, sin que se lo pidiera, me extendió un billete de 100 dólares.

—Para el coche de alquiler —dijo con un acento que me sonó a francés, y agregó: —Sírvase usted sencillos, que puede necesitarlos.

Y me dio 4 billetes de 2 dólares.

Se lo agradecí y me despedí, no sin antes preguntarle dónde estábamos. Los otros dos seguían durmiendo. En la calle, cuando subía al taxi, una tierra seca y un viento caliente que venían de la ciudad universitaria en construcción me envolvieron como una antorcha.

—Hace 90 días que no llueve —dijo el tachero, con acento cordobés.

Ciertamente, en el sexo creo que se da la ruptura con nuestros adultos. Ellos eran básicamente puritanos; nosotros explorábamos nuestros cuerpos centímetro a centímetro, con fruición y el detenimiento de un sacerdote durante el santo sacrificio de la misa. No nos negábamos a ninguna experiencia posible: el orgasmo bajo el agua, en la piscina; bolsa de nylon en la cabeza; ahorcamiento con el cinturón; antitusivos para retardar el orgasmo… Todo era válido. Hasta el amor estaba permitido.

Cómo llegué, no lo recuerdo. Una mañana de sol, en un patio de más de 80 metros cuadrados, embaldosado, limpio y brillante, desperté con la pequeña Mariana a mi lado. Una vez más estaba con las monjas; esta vez con mi pequeña hija. Fueron tiempos duros de abstinencia y de reprogramar mi vida. Poco a poco, con dificultad y mucha ayuda, fui saliendo.

Lentamente pude comenzar a cursar y preparar materias para rendir. Hasta entonces sólo había aprobado Introducción al Derecho con Cueto Rúa. ¡Pésimo rendimiento!

* * *


* Se refiere al peinado que popularizó, en los años 50 y 60, Jacqueline Bouvier, casada con John F. Kennedy, presidente de los EEUU. ** Refrán. (El Ordenador)



Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la tercera entrega de las 5 de que se compone este relato, la cuarta de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)




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