sábado, marzo 22, 2008

Los decires de Adriana (IV)

Por Roque Domingo Graciano


"me entusiasmé con Adolfo"


A Adolfo me lo presentó una compañera entrerriana que cursaba conmigo Derecho Internacional. Fue en el jardín del Banco de la Provincia, al lado del la Facultad de Derecho. Había estacionado un Peugeot 403 azul en los jardines del Banco y el guardia le ordenaba que lo retirara. Nos saludó y nos invitó a llevarnos a nuestras casas. Aceptamos. Me llamó la atención su cogote grueso, sus trapecios poderosos, sus piernas arqueadas. Hablaba suave y pausadamente. A los treinta segundos de conocernos, le pregunte qué estudiaba. “Veterinaria”, me respondió. Comprendí qué me llamaba la atención. Tenía olor a bosta como los hombres de mi niñez. Aunque bañadito y con ropa limpia, se le notaban las huellas de los abrojos.

Obra de la casualidad o de la búsqueda, nos encontramos en varias oportunidades en el centro, en calle 7, cuando yo salía de cursar. Tomábamos un café o una gaseosa y charlábamos. Él sentía una admiración manifiesta hacia los estudiantes de ciencias sociales:

—Ustedes están en contacto con las grandes corrientes del pensamiento, con las escuelas que explican la vida y el universo.

Lo que hoy me avergüenza no es que él lo haya dicho sino que yo lo creyera así. ¡Pecados de juventud!

La primera invitación de Adolfo lo pinta de cuerpo entero. Me invitó a ver La hora de los hornos de Pino Solanas en el cine de la Facultad de Ciencias Económicas. Me pasó a buscar por el colegio y me presentó a sus compañeros de militancia, entre otros a su líder, el Gato Canet, un estudiante de Arquitectura barbado e histérico. Yo tenía un par de zapatos de 200 dólares y estos me hablaban de los pobres y de no sé qué luchas. “Mi lucha es contra el alcohol, no contra el imperialismo”, pensé.

Mis médicos me alentaron para que continuara mi relación con Adolfo. Uno de ellos, Fernando Talaño, tuvo una charla con él. 

—Tenés que darle contenido a tu vida y sentido a tu existencia —me dijo como síntesis.

Han pasado los años y ese apotegma es un jeroglífico que me sigue dando vueltas en la cabeza sin lograr comprenderlo. ¿Qué me quiso decir mi médico?

De cualquier manera, me entusiasmé con Adolfo y a través de él, con la política. Nos casamos con toda la pompa: misa de esponsales, orquestas, flores, familias y Mariana incluida, que estaba tan feliz y contenta como si la que se casara fuera ella. La luna de miel la pasamos en el centro histórico de Colonia (Uruguay), en la Posada del Caudillo, propiedad de mi analista.


"Caí nuevamente en el alcohol"


Me compré un departamento frente a Plaza Italia. Comíamos bifes de chorizo en el San Jorge de 7 y 54. Participé de la procesión a Vicente López en el 72 para aplaudir y saludar al general Perón. Me dije y me sentí peronista. Asistía a asambleas, pintadas, volanteadas. En marzo del 73, fui fiscal del FREJULI en las elecciones generales y en mayo del 73 con otros miles le gritaba a los milicos “Se van, se van y nunca volverán”.

En julio del 74 se acabó la fiesta. Nuestro departamento estaba a 100 metros en línea recta del local central de la Juventud Universitaria Peronista (J.U.P) y no podíamos comer ni dormir por las balas y las bombas.

Una tarde, al anochecer, la patota de Esteban me allanó el departamento. Por suerte sólo estaba yo con una amiga, la Japonesa, y el Pata Beltrami, que andaba medio escondido. La cosa no pasó a mayores, no robaron ni rompieron nada, pero quedé mal, atemorizada. A partir de eso, tus actos no son fruto del sano discernimiento ni del ejercicio prudente de la libertad, sino del miedo, del temor. Hablo de los actos cotidianos como estacionar el auto o hacer fila en la ventanilla de un banco. El miedo, el temor te condiciona desde lo público hasta lo más privado.

La situación empeoró más y más. Coloqué a Mariana de pupila todo el día y la visitaba diariamente; sólo la sacaba los fines de semana. A veces el grado de violencia en la ciudad era tal que los fines de semana me quedaba con ella para no sacarla del colegio. No podía más. No dormía en semanas enteras. La cabeza me estallaba. Los Ford Falcon verdes tiraban cadáveres en las calles. No aguantaba más. Caí nuevamente en el alcohol. Había dejado de tratarme desde que vivía con Adolfo. Cometí un error que un alcohólico nunca puede cometer: olvidarse de que es un enfermo.

En el 75 quedé embarazada de Camilo. Un desastre. Adolfo no podía ingresar a la facultad ni dormir en casa. Andaba prófugo. Lo buscaban para matarlo. Pensé en abortar, en suicidarme. Pensé en Mariana. En un momento de lucidez, consulté con uno de los médicos que me habían tratado. Al principio me atendió con distancia, desconfiaba. En la sociedad se había instalado la desconfianza. El otro temía que lo involucraras, que lo contagiaras. Temor al contagio. Al final la relación se suavizó y me aconsejó que me fuera de la ciudad, que me recluyera con las monjas en otro convento. Me internaron 45 días para una desintoxicación rigurosa; después, me instalé con Mariana en un colegio de General Pirán. El 30 de enero de 1976 nació Camilo en una clínica de Mar del Plata y el 30 de marzo del mismo año (6 días después del golpe militar), Camilo, Mariana, Adolfo y yo cruzábamos, en Bariloche, la frontera hacia el Chile de Pinochet, y de ahí a Panamá. En esos días, lo mataron al jefe de Adolfo, el Gato Canet. Fue un golpe duro para Adolfo. Sentía una verdadera admiración por el Gato.

El Gato era un típico dirigente estudiantil. Rápido mentalmente; hábil orador de asambleas; con la respuesta o la chicana a flor de labio. Nunca tuve afinidad con él ni lo traté mucho. A veces venía a casa, cuando vivíamos frente a Plaza Italia. Vestía un paletó azul con enganches de madera. Tenía rasgos delicados. Ojos claros, tez blanca, nariz levemente ganchuda. Era hijo de una familia pudiente de la provincia de Buenos Aires. El abuelo había sido político, diplomático y novelista.


"Fue un exilio duro"


Fue un exilio duro, como todo exilio. Nunca me integré en una comunidad tan joven. Tampoco soporté el olor, la mugre, el calor, la violencia. Parece mentira que yo hable de la violencia de otros, que me asuste de la violencia de otros con toda la violencia de mi familia, de mi generación, de mi pueblo. Con toda la violencia de mi vida. Es como dice el refrán: ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en tu propio ojo.

En Panamá la violencia es cosa cotidiana, de todos los días, está en el aire; es una violencia callejera, barrial. Aunque con dificultad, asimilaba la violencia argentina de aquella época: era una violencia política cuyas variantes intuitivamente manejaba. Por el contrario, en Miraflores se mata en un boliche porque miraste feo, porque llevás una ropa no aceptada por el resto. Se matan por boludeces o cuestiones para mí incomprensibles. Eso me hacía moco.

Por ese entonces Adolfo estaba siempre de reunión en reunión. Yo lo esperaba en la ventana. ¿Vendrá, vendrá? ¿Lo mataron de un navajazo por usar gafas?

Me volqué de lleno en Mariana. La llevaba a un colegio de monjas francesas y estaba mucho con ella. Fue un volcarme hacia adentro, hacia mí, hacia Mariana y Camilo.


"La chata lo partió al medio"


Estando en Centroamérica recibí la noticia de la muerte de mi padre. Yo no podía ingresar a la Argentina; mi hermano me comunicó, minuciosamente, cómo había muerto.

Mi padre estaba jubilado como médico; no ejercía más en el pueblo y en los papeles. Pero como estaba residiendo en el campo, en Ojo de Agua, cuando algún vecino lo necesitaba, él lo atendía. En una ocasión un vecino lo llamó por una gripe o algo así. Él fue. Cuando regresaba, en dirección norte-sur, al llegar a la estancia giró a la izquierda para entrar por la tranquera y se le atravesó a una chata que venía en sentido contrario. La chata lo partió al medio. Lo mágico, lo extraordinario del caso es que mi hermano venía detrás de la chata, a unos 300 ó 500 metros, y vio a mi padre que venía en sentido contrario y pensó “papá va a girar para la izquierda y la chata se lo va a tragar”, y así fue.

Luego resultó que mi hermano fue el principal testigo de descargo de la chata que mató a mi padre.

La muerte de mi padre produjo en mí un efecto positivo, benefactor, saludable. Me liberó del temor. Muerto mi padre, me sentí libre, dueña de mí; predispuesta a la felicidad y al goce.


"Una segunda pareja"


En la actualidad mi madre vive en Quilmes, cerca de la catedral. Se casó en segundas nupcias con Florencio, ¡un compañero del jardín de infantes, salita rosa!

No sólo se conocen de toda la vida, virtualmente, sino que de alguna manera fueron también pareja ¡durante toda la vida! Una segunda pareja, pero pareja al fin.

La relación comenzó en el jardín de infantes, cuando Florencio le escondió la bolsita* a mi madre. Así, entre llantos y agresiones, llegaron a la primaria, donde en algún momento comenzaron a noviar.

Con intervalos y reencuentros la relación continuó durante la primera juventud, hasta que Florencio viajó a la ciudad de Buenos Aires para comenzar unos estudios de medicina que nunca terminó.

Por esos años mi madre perdió todo contacto con Florencio y la familia de él, quienes se habían establecido en Avellaneda.

Se reencontraron un verano en Mar del Plata. Ambos ya estaban casados y con hijos, pero el fuego entre ellos continuaba; y tuvieron ocasión para avivarlo y alimentarlo.

Después, la separación hasta el próximo abrazo, que se daría 2 ó 3 años más tarde.

Cuando mi madre quedó viuda, Florencio, que trabajaba en un laboratorio de productos medicinales, tenía a su esposa enferma de parkinson.

Aún en vida de la mujer de Florencio, la pareja ya tomó cierta continuidad y consistencia; así que, cuando ella murió, legalizaron la situación y se fueron a vivir a calle Rivadavia, en Quilmes.


"Es hora de ir por la vereda del sol" **


Adolfo y yo habíamos comenzado una larga charla que, aunque todavía no ha concluido, ha cumplido etapas irreversibles. El esquema de nuestra charla era el siguiente: él o yo partíamos de una verdad no cuestionada, de una utopía, de un afecto antiguo que planteábamos al otro, al principio como una certidumbre; luego, en el devenir de la conversación fuimos introduciendo matices, distingos, precisiones que relativizaban el punto de partida. Buscábamos en el otro que aceptara la nueva postura, el cambio, la modificación; a veces, la refutación o la negación. Este ejercicio de diálogo lo acometíamos cada noche, disciplinadamente, y poco a poco Adolfo fue asumiendo un cambio, una transformación que estaba en él desde que llegamos a Panamá. Fue encontrándose, aceptándose: Aceptando que no estaba obligado a lo imposible, por definición; aceptando que podía ser feliz, que no estaba condenado ni al fracaso ni al sufrimiento. Hasta que finalmente dejó la política, asumiendo esa decisión como una emergencia de su manera de sentir.

Sin embargo, contrariando lo que un pensar ingenuo podría suponer, nuestra pareja se iba enfriando a medida que aumentaba nuestra comunicación, nuestro diálogo. En esas charlas comenzó a desvanecerse nuestro deseo en la pareja, para acabar extinguirse definitivamente con el correr del tiempo. En nuestra pareja el sexo fue indirectamente proporcional a nuestra amistad.

Pensamos establecernos en EEUU o Europa, pero surgieron dos inconvenientes. El mejor argumento que tuvo Adolfo para romper con su círculo de compañeros era que quería terminar su carrera de veterinario en México, dando a entender que allí proseguiría su militancia. Le faltaban 4 ó 5 materias. De tal manera, planificamos nuestra ida a México. Ahora bien, cuando ya estábamos próximos al viaje, me llegó una jugosa propuesta para atender los asuntos legales de una empresa europea en Quito, Ecuador.

Así que me instalé en Ecuador con Mariana y Camilo, mientras Adolfo tramitaba sus reválidas en México. Ya en Quito, comencé mi camino profesional con paso firme. Trabajé y estudié mucho. Viajé a Europa y EEUU por cuenta de la empresa y tuve importantes vinculaciones con la banca francesa, que sería la que en definitiva me abriría un portón aquí, en la Argentina.

Excepto algún encuentro esporádico, estuve separada de Adolfo cerca de 2 años. Para cuando regresó de México para instalarse en Ecuador, ya recibido de médico veterinario, la situación en la Argentina había cambiado. Lo más duro de la dictadura militar había pasado y Galtieri*** se encaminaba al papelón de Malvinas.


* * *


* Alude a una bolsa de tela donde los niños del preescolar llevan los elementos escolares. (El Ordenador). ** El Labuelo. *** Leopoldo Fortunato Galtieri, general y presidente no constitucional de Argentina. Le declaró la guerra a Inglaterra en abril de 1982, por lo que fue aclamado por miles y miles de argentinos en la histórica Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires, al grito de “¡Dale Leo, dale Leo!”. (El Ordenador)


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la cuarta entrega de las 5 de que se compone este relato, la quinta y última de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)


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