domingo, febrero 24, 2008

Creación

Por Gladys Lopreto*



Dios tomó las arenas del desierto, que volaban como llovizna fina al menor soplo del viento, y con manos expertas y un poco de agua y fuego modeló un cuerpo de singular belleza: no podría haber sido de otro modo, se trataba de la concreción de su propia esencia abstracta. El generoso pecho divino, invisible, sus muslos robustos, también invisibles, sus ojos que lo veían todo pero a los que nadie veía, pudieron ser recorridos con la vista, contemplados, deseados, en cada trayecto de piel, en cada prominencia, en cada hueco del cuerpo de arcilla. Cuando finalmente le sopló la vida, el hombre abrió los ojos y no vio a nadie, pues envuelto ya en túnicas de aire transparente, Dios se alejaba rápido hacia las alturas.

Hasta allí le llegó la melodía de un lamento: sonaba tan dulce como Salicio en la Égloga Primera, a veces grave como Quasimodo: Ognuno sta solo nel suol dela terra, traffito da un rayo di sole…, no importaba en qué lengua —a Dios no lo afectaba la diáspora babélica—, que comprendió que era su estatua viviente, el hombre. Y temió que se disgregara en la arena primigenia, ya que sabía que la expresión lírica es tan bella como insostenible y que despierta la atracción de los abismos. Entonces, como además de escultor y biólogo también en aquella época era maternal, Dios dijo:

—No es bueno que el hombre esté solo.

Allí fue cuando creó la mujer. Para ello no necesitó repetir el procedimiento: ya tenía medio camino hecho, la arcilla preparada, por lo cual no se entretuvo soñando a medida que mezclaba la tierra y el agua y luego la sobaba con energía y la acercaba al fuego, gozando con las llamas juguetonas, como cuando había hecho al hombre sino que, ya se sabe, tomó un pedazo de masa previamente convertida en carne o en hueso vivo. Todo fue más rápido, tal vez debido a las urgencias masculinas, y quizás por eso Dios la quiso menos y hasta le tomó un poco de fastidio a la nueva criatura: los antiguos, aquellos que tuvieron algún encuentro del tercer tipo en esas épocas, así nos lo dan a entender. No estaba bien eso de querer a un hijo más que al otro, pero bueno, de todos modos es comprensible, es humano; además eran sólo sus criaturas, al fin y al cabo ajenas, extrañas, porque los amigos, los verdaderos compañeros de parrandas y aventuras estaban en otro lado; así que los dejó que se miraran el uno a la otra intensamente y decidió bajar el telón ahí mismo. Lo demás ocurriría entre bambalinas. O en cualquier otro lugar. Como alguien lo dijo alguna vez, en el lugar de lo sagrado.

Al tiempo, un nuevo lamento. Era triste, era bello, tal vez algo elemental, no le recordaba a ningún autor conocido. Tenía olor a sangre y a negrura, a cavernas y a salitre. No podría continuar en su placidez divina mientras lo oyera, por lo cual decidió volver al mundo, oculto entre sus mantos invisibles. Y descubrió a la mujer, sola. Él la había inventado para que el varón no estuviera solo, y en cambio era ella quien ahora lo estaba. Vaya a saber por qué: ingratitud, olvido, la guerra, el marketing… Ese no había sido su proyecto, algo le había fallado, algo había escapado a sus previsiones. Entonces se dijo para sí, mascullando, como por decir algo:

—No es bueno que la mujer esté sola.

Pero ya la Biblia estaba escrita y no se le podría agregar un párrafo más o escribir entre líneas —lo cual invalidaría el resto—; además mucha agua había corrido y había mucha gente que sabía muchas cosas, profesionales de todo tipo; era difícil armar una explicación ignorando bibliografía autorizada y prestigiada por la comunidad científica, y tampoco por la vía de los hechos se podía hacer nada; quedaba lejos la época de los panes y los peces, así que decidió regresar, tal vez para siempre, a sus solares. Antes, se hizo visible por un brevísimo instante en que permitió que ella lo conociera, la miró fijo a los ojos y le dijo, cuidando que su entonación no trasuntara ninguna ideología:

—No es mi problema.




Gladys Lopreto © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autora.



* Como dice uno de sus biógrafos autorizados, Gladys Lopreto es una chica platense: Nació, estudió, trabaja y reside en la ciudad de La Plata. En lugar de tratar de reseñar sus bien contrastados méritos y capacidades, piensa uno que lo aquí y ahora realmente procede es darle la más calurosa bienvenida, con la esperanza de que su presencia se prodigue hasta el punto de que algún día tenga a bien hablar de su experiencia de Rusia, por ejemplo, así como de esos otros asuntos igualmente interesantes que atesora en el fondo de su mesilla de noche.

Bienvenida, pues, a DDD, y muchas gracias, Gladys.




lunes, febrero 18, 2008

Los decires de Adriana (II)

Por Roque Domingo Graciano

“Gozaba de una sensación especial de libertad”

La Plata era una ciudad de calles anchas y arboladas. Me encantaban los tranvías. El viejo Teatro Argentino con su Jardín de la Paz. Los edificios públicos construidos simétricamente y con amplios jardines. Una ciudad doctoral y juvenil al mismo tiempo. Doctores jóvenes; jóvenes reflexivos y maduros. La ciudad perfecta de Argentina si tuviera el mar en el Bosque* , lamiendo las escalinatas de la Facultad de Medicina. Semanalmente, iba al juzgado en lo Penal para presenciar juicios orales. En ese entonces, los juicios orales no eran tan frecuente como hoy. Me fascinaba Robert Alcorta (creo que así se llamaba). Era un penalista astuto que farandulizaba la exposición oral y que trabajaba con seriedad y profesionalidad lo pericial.

La facultad funcionaba en el edificio central de la universidad; en calle 7 entre 47 y 48. En ese edificio, funcionaban el rectorado y todo el aparato administrativo, la Facultad de Humanidades (en la planta baja hacia calle 6) y la Facultad de Derecho en la planta alta. Se podía entrar tanto por calle 7 donde había un amplio jardín con la estatua de Joaquín V. González como por calle 6, donde también había un jardín con palos borrachos, coníferas y canteros con flores y bancos de cemento donde se sentaban los estudiantes a leer o conversar.

Gozaba de una sensación especial de libertad. Viajaba con frecuencia a Buenos Aires. En La Plata iba a bailar y a divertirme al Jockey, al club Universitario de calle 46 y con Beto Peregrina (un bahiense, jugador de básquetbol y abogado del Banco Nación), cenábamos todos los sábados en el comedor del Colegio de Escribanos de calle 13. Toda esa etapa fue de mucha oxigenación, de mucha movilización intelectual, emocional y ¡hormonal!

“cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos”

Beto Peregrina nació y se crió en Bahía. En La Plata estudió derecho, se recibió, entró a trabajar en el Banco Nación y se quedó en la ciudad hasta su muerte. La madre de Beto era de una familia pudiente del centro de Juárez, los McLean. Ese es el motivo por el que fue una de las primeras relaciones que tuve en La Plata. Asimismo, en el colegio de la congregación en Mar del Plata, estudié con una prima y una sobrina de Beto. Los McLean fueron militantes destacados del radicalismo yrigoyenista y mantuvieron célebres enfrentamientos con el caudillo conservador Fumará. Particularmente, en Juárez, se recuerda la defensa que los McLean hicieron del maestro socialista Juan José Bernal Torre, durante el revival conservador de los años 30.

Beto Peregrina se suicidó. Se suicidó por amor.

A Beto lo conocía de mentas, por referencias de sus parientas que, como no podía ser de otra forma, estaban recalientes con el flaco. Como el parentesco les impedía concretar la relación, deseaban que yo lo conquistara. Así, cuando me vine en quinto año al colegio de Berazategui, ellas armaron la cosa para que nos encontráramos. Beto fue a visitarme; no fue solo sino acompañado de su madre, Anabella McLean. Todo perfecto. La madre era de Juárez, amiga de la familia de mi madre y de mi padre. Todo bien. Beto me dejó su dirección y su teléfono en La Plata y cuando yo salía los fines de semana o los feriados me comunicaba con él. Fue absolutamente natural que yo, una chiquilina de 17 años, también me calentara con aquel flaco pintón de más de 1'80, rubio, atlético, casi 10 años mayor. Beto no apresuró la cosa ni se bebió de un trago la copa que se le ofrecía. Se tomó su tiempo. Salíamos a comer, al cine, a Buenos Aires, a visitar parientes y amigos comunes, y me devolvía casta y pura al colegio.

Una noche, con Beto, salimos en tren de la estación Constitución. El tren iba hasta La Plata, donde vivía él. Yo me tenía que bajar unas estaciones antes, en la estación Pereyra, que era exactamente donde estaba el colegio. La llamada estación Pereyra era un apeadero, con dos plataformas de cemento paralelas a las vías del tren, 4 ó 5 faroles que se encendían al oscurecer y nada más. No tenía boletería ni refugio para los pasajeros. A los 200 metros hacia el este, estaba el convento. Era una zona de espesa vegetación, una prolongación de la llamada selva marginal de Punta Lara, con no más de diez casas de familia, un destacamento militar en las cercanías, unas instalaciones ferroviarias y punto. Nada más.

Esa noche veníamos de visitar amigos y divertirnos. Yo estaba más que lanzada. Él aceptaba mis coqueteos y arrimes, pero tomaba distancia y no permitía una confrontación abierta. Por mi lado, era muy jovencita y no manejaba el arte de la seducción. No obstante, algo pasó. El tren, respondiendo al mandato de mi subconsciente, no se detuvo (como debía hacerlo) en la estación Pereyra. Se detuvo en la estación siguiente, Villa Elisa.

—Desde aquí no tengo medios para regresar al colegio.

El guarda del tren se deshizo en disculpas y le echó la culpa al maquinista. El maquinista derivó la responsabilidad al señalero y en definitiva, convinimos en seguir hasta La Plata y tomar el tren de regreso. En La Plata, nos enteramos que el próximo tren que nos podía llevar a la estación Pereyra salía dentro de 5 horas. Una locura. ¡5 horas sola con Beto! Yo estaba dispuesta a aceptar lo que viniera. Bien, Beto me llevó al Hotel Provincial, me alquiló una habitación y ordenó que a las 7 de la mañana me despertaran y a las 7 y media comunicaran al colegio dónde estaba yo y que iba en viaje hacia Pereyra. Me dio un beso y se retiró. ¡Todo un caballero! A la mañana siguiente volví pura y casta al convento.

Lo conversé con la monja que era mi guía. Me preocupaba que él pensara que yo era una mocosita, una inmadura. Me mortificaba mi incapacidad de atracción, mi torpeza en la seducción. La monja me dio una explicación que me convenció:

—Él es un profesional casi 10 años mayor que vos. Vos sos menor. Toda, absolutamente toda la responsabilidad es de él y eso él lo sabe. Vos podés ser imprudente; se te va a perdonar. A él, no.

Así la cosa, me enganché con otro flaco y después con otro, y Beto pasó a un segundo plano.

Cuando andaba en la compra de un departamento en La Plata, lo consulté para que me orientara y, a partir de esa transacción inmobiliaria, mantuvimos un contacto diario. Solícito, me orientó sobre inmuebles, inmobiliarias y planes de financiamiento. Todo OK.

Pensé que ahora que yo vivía sola en La Plata y era mayor de edad podría concretar una relación más profunda con el esquivo Beto. No me equivoqué. Un sábado a la noche, después de la cena en el Colegio de Escribanos de calle 13, lo invité a mi departamento a tomar un café y tuvimos sexo, que era lo que yo necesitaba. Todo bien. Me satisfizo completamente.

Durante esa relación descubrí que Beto Peregrina consumía psicofármacos bajo prescripción médica, y que, tras su apariencia contundente, era un ser vulnerable; pero nada más. Jamás tuve indicios de otra cosa.

El noviazgo se diluyó sin pena ni gloria y sin llantos de mi parte ni la de él. Seguimos siendo buenos amigos que se veían esporádicamente. A los dos años más o menos, una tarde, me hablaron por teléfono de Juárez y me informaron que Beto se había suicidado, que se había ahorcado en el Bosque platense (detrás del Observatorio Astronómico); que un ciclista que había penetrado entre la maleza (para orinar o number two) lo había descubierto; que hacía más de 48 horas que se había ahorcado para cuando descubrieron el cadáver.

¡Te imaginás! Sin aviso, la imagen de Beto se actualizó en mí, dramáticamente. Recordé lo vivido, lo charlado con él y no encontré explicación. Días después, a través de un funcionario policial oriundo de González Chaves, tuve una versión creíble:

—Beto Peregrina era homosexual. Hace cosa de un año lo enviaron a la sucursal de calle 12 y 57 para realizar una auditoría y otras tareas conexas. Allí conoció y se calentó con el contador de la sucursal, Francisco Kuhenca. Al principio la cosa no pasó a mayores, sólo el guiño cómplice de los empleados de la sucursal y el lastimero comentario en voz baja de las empleadas. Después se presumió una cierta intención de chantaje por parte de Peregrina contra Kuhenca que obligó a la intervención del jefe de auditoría. No pasó nada. Todo prosiguió en aparente calma y orden. Más tarde, a Peregrina, le llamaron la atención porque no entregaba el informe pertinente y demoraba en exceso su estadía en la sucursal de calle 12. A todo esto, el coqueteo con Kuhenca tomaba ribetes desopilantes y hasta los clientes de la sucursal lo comentaban. Cuando la situación se volvió insostenible, por orden del gerente de la sucursal, Peregrina debió limitar su gestión y entregar el informe. Fue un golpe duro para Beto. Alejado de Kuhenca, con cualquier pretexto volvía a la sucursal y cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos. A la hora de entrada solía merodear por la sucursal y también a la tarde, cuando presumía que podía encontrase con el contador. Por ese entonces solía caminar por el Bosque, recitando poesías. A veces tenía accesos de angustia y lloraba desconsolado. Una tarde, unos atletas que estaban entrenando lo vieron penetrar entre los arbustos. No le dieron importancia al hecho. Dos días después, un ciclista encontró su cadáver.

* * *


* Zona densamente arbolada de la ciudad de La Plata comprendida, aproximadamente, entre las calle 115 a 122 y 50 a 60. También, en ese espacio tienen su asiento el zoológico, el Museo de Ciencias Naturales, el Observatorio Astronómico, entidades deportivas y otras instituciones. (El Ordenador)


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la segunda entrega de las 5 de que se compone este relato, la tercera de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)

domingo, febrero 10, 2008

Los decires de Adriana (I)

Por Roque Domingo Graciano

"Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos"

Nací en una clínica de Mar del Plata; fue un aterrizaje técnico, porque mi niñez transcurrió en el pueblo de Juárez y en un campo de González Chaves, EL Yapar, propiedad de los padres de mi madre, mis abuelos maternos.

Mi padre era médico y tenía su casa y su consultorio en Juárez. Mi madre es maestra y por aquellos años trabajaba en una escuela rural a 15 kilómetros de Álzaga y a 5 kilómetros de El Yapar. De lunes a viernes, solía vivir en el campo de su padre, El Yapar. Hasta ahora conservamos ese campo de 15.000 hectáreas.

La casa de El Yapar, en mi niñez, era una construcción de techo de chapas de zinc con 4 caídas que se sostenía con tirantes de pino a la vista y cielorraso de pino tea. Alrededor de toda la casa había (y todavía hay, porque la estructura básica sobrevive) una galería de 3 metros de ancho. El alero de la galería se sostiene en columnas de quebracho. El piso de la galería es de calcáreo y está elevado con respecto al terreno circundante unos 40 centímetros. Todas las habitaciones daban a la galería y ninguna tenía ventana. Arriba de cada una de las puertas hay una banderola. Las paredes eran de ladrillo revocado con cal y arena de conchilla. Había 7 habitaciones de más de 17 metros cuadrados cada una, con pisos de calcáreos que se limpiaban con aserrín y querosene. La habitación que daba hacia el lado de la tranquera, la que mira hacia el noreste, servía de sala-comedor. La opuesta era la cocina. Las otras eran habitaciones dormitorio. En la casa no había baño. La letrina quedaba a una treintena de metros de la casa y de noche, en los dormitorios, se utilizaban bacinillas para orinar. La galería era el límite entre los animales y las personas. Las gallinas, los perros, los patos, los chanchos, las ovejas, los caballos y las vacas deambulaban alrededor de la casa. Contiguo a la casa, se ordeñaba, se cortaba leña, se carneaba, se arreglaban los vehículos. La galería era el límite que los animales no podían transponer; ni los perros ni los gatos. Detrás de la cocina había una bomba manual para sacar agua y a 40 metros había un molino, y un tanque australiano un poco más allá. Entre la cocina y el molino se amontonaban los restos de carros, jardineras, coches de a caballo, camiones, autos, tractores y otros desechos. También se levantaban allí dos galpones precarios de paredes y techo de chapas de zinc, sin puertas, donde solían vivir los peones golondrina para la cosecha y otros huéspedes transitorios del establecimiento. Cercando este espacio, crecía salvajemente un semicírculo de siemprevivas cuya función era proteger la casa de los vientos del sur y del sudoeste. Más atrás, ya en pleno campo y en la misma dirección, se erguía un monte de eucaliptos y paraísos. En ese monte estaba la fosa que contenía los malones de los indios en el siglo XIX.

En la época de lluvias no se podía salir de la galería, pues el fango impedía caminar a las personas. Entonces había que hacer senderos con troncos y piedras.

Mi abuela, mi madre, mi hermano mayor y yo utilizábamos el dormitorio o habitación principal. Ya en ese entonces, mi abuelo materno había muerto. Él murió cuando yo tenía un año. El hermano mayor de mi mamá ocupaba otra habitación con su mujer y sus dos hijos, mis primos. Había una habitación donde dormían los hombres y otra donde dormían las mujeres. En la cocina, había una inmensa económica de hierro fundido, negra, con 8 hornallas y un horno; siempre estaba encendida; se alimentaba a leña por adelante y a toda hora; de día y de noche se podía encontrar una olla de 10 litros y una pava de 5 litros con agua hirviendo. Era un fogón de 2,80 por 2 metros y 0,80 de altura, y funcionaba en invierno y en verano. En invierno, de noche, se la encendía al máximo y durante la noche se le echaba más leña.

Desde los 3 ó 4 años, acompañaba a mi mamá a la escuela. Íbamos en un camión Ford A o en carro tirado por caballos, cuando el camino impedía viajar en camión.

Se lo llamaba carro con capota; algo parecido a lo que aquí, en Buenos Aires, se llama mateo. También, íbamos en una jardinera con capota. La jardinera era un carro pequeño de dos ruedas tirado por uno o dos caballos. Esa jardinera tenía ruedas de un viejo Ford T, con cámaras y cubiertas, y su andar era, por lo tanto, rápido y suave.

Mi mamá sabía manejar todo: carros, camiones, tractores, pero cuando íbamos a la escuela o a Juárez, no manejaba ella sino alguno de mis tíos o el tractorista.

En esa escuela hice casi todos mis estudios primarios. Había sólo dos maestras: la señorita Marta y mi mamá, que además era la directora. Las maestras también hacían de mucamas, cocineras, psicólogas, enfermeras, arregladoras de conflictos familiares y mucho más. Los alumnos les solían regalar grandes ramos de aromo.

Si uno lo compara con la vida urbana actual o aún con la vida que hoy se hace en El Yapar, la higiene dejaba mucho que desear. Nunca vi una mujer bañarse ni higienizarse. Mi madre, mi hermano y yo nos bañábamos en la casa de Juárez, los fines de semana. Los hombres se higienizaban en el piletón que estaba debajo de la bomba, detrás de la cocina, cuando volvían de sus tareas a la tarde; se lavaban los pies, la cabeza, el torso y las axilas; no se desnudaban; no se quitaban el pantalón; no se lavaban nada más.

Un suicidio precipitó mi internación en un colegio de Mar del Plata. En El Yapar había una niña de mi edad muy descuidada físicamente, con pupas en la cara y en el cuerpo; siempre mocosa, con tos y aspecto de persona enferma. Con frecuencia jugábamos en la galería de la casa. A ella la fascinaban las revistas del espectáculo como Radiolandia, Antena y similares que yo traía del pueblo. Siempre me decía que quería ser artista, que sería artista:

— Quiero estar entre pieles comiendo bombones y que un negro me abanique.

Miraba las fotos de las artistas y el rostro se le iluminaba. Era su único momento de felicidad. Una tarde, mientras mis parientes estaban en las libaciones y en la picada, discutiendo ruidosamente sobre el partido de fútbol del domingo, en una de las habitaciones de la casa sonó el estampido de una escopeta calibre 16. Yo estaba en la galería a pocos metros de los hombres. Como un resorte, mágicamente, lívidos todos, se pusieron de pie. Los perros huyeron y un caballo rompió la soga e inició una carrera enloquecida. Una de mis tías me agarró de atrás y me arrastró hasta un auto, me metió en él y ya no volví a entrar en la casa por varios años. Esa noche dormí en el domicilio de unos familiares de González Chaves y pocos días después me internaron en el colegio de monjas. Más tarde me enteré que la amiga de mi infancia se había suicidado y, años después, supe que estaba embarazada como consecuencia de una violación. 

Cuando 5 años más tarde regresé al establecimiento, la vieja construcción de 7 habitaciones y techo de zinc era utilizada como depósito y la familia vivía en la nueva casa de tres plantas, con gas, energía eléctrica, cinco baños, teléfono, pileta de natación y cancha de tenis. Otra vida. La familia había comprado campos vecinos y arrendado otros para su explotación. No había lugar para la nostalgia sino para el trabajo duro y la fiesta ruidosa: “Detrás del monte está la fosa para contener a los indios; ya no hay más indios ni los que murieron en los enfrentamientos.”

"me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata"

La casa de Juárez estaba a 20 metros de la plaza. Era un chalet con tejas coloniales. Adelante tenía un pequeño jardín, un porche y el primer ambiente era la sala de espera que utilizaban los pacientes de mi padre. A la izquierda de la sala de espera estaba el consultorio y detrás del consultorio había otra habitación amplia e iluminada que era el estudio de mi padre. Todo eso era de él y la familia no tenía acceso. Ni siquiera teníamos llaves de esas dependencias. Detrás del estudio de mi padre quedaban dos habitaciones de 3 por 3, una cocina y el comedor. Al costado de la casa había una parra hasta la altura del techo. Era un espacio ideal para un garaje. No obstante, la casa no tenía entrada de autos. Mi padre tenía auto, si bien no recuerdo dónde lo guardaba. En la casa, no, porque no había por donde entrarlo. Detrás de la casa estaba el rancho, una construcción de madera a modo de quincho cerrado que se utilizaba como depósito y donde jugábamos en mis tardes de Juárez.

Las paredes de la casa eran de óptima calidad, revestidas con piedra Mar del Plata. Los pisos eran de pino tea, con cielorraso de machimbre a la vista y aberturas de cedro barnizado. Entre los dos dormitorios había un baño. Como la casa no tenía gas, en el baño había un calefón eléctrico y la cocina funcionaba a base de querosene. En verano utilizábamos ventiladores y en invierno estufas de querosene a gota: iban quemando la gota que caía de un botellón invertido.

En Juárez mis juegos eran el patinaje en la plaza de la esquina y las figuritas de Radiolandia. Recortaba las fotos de los artista y en el rancho armaba una imaginaria aula y les daba clases. El fútbol me gustó desde chica. Soy hincha de River; es una herencia de El Yapar. Los hombres de la estancia, los domingos, rodeaban la radio y escuchaban los relatos de los partidos de fútbol. Llevada por el afecto de uno de mis tíos, me hice hincha de River. En una ocasión en que estaba en la playa de Mar del Plata, encontré al equipo de primera de River y me saqué una foto en la que yo estaba delante de ellos, todos ellos con el torso desnudo. Verdaderamente me calentaban; los futbolistas fueron un manantial erótico en mi niñez. En otra oportunidad encontré, también en la playa, a Labruna, que estaba de luna de miel, y me saqué una foto con la pareja. Esas fotos las conservé hasta que me fui a Centroamérica.

La relación con mi padre fue una relación fuerte. Él fue mi primer hombre biológica, emotiva y sexualmente. Él me violó.

Fue un manejo jodido; desde pequeña, desde niña, me condicionó. Por ejemplo, solía ser él quien me atendía en su consultorio, en el pueblo, y en una oportunidad, cuando yo tenía 6 años, me dijo que él podía matarme. Nadie se daría cuenta de que él me habría matado porque era mi médico y, por sobre todas las cosas, porque era mi padre. Nadie sospecharía de él. Me condicionó como si yo fuera un satélite, un muñeco, un juguete de él. Una tarde, estando en Juárez, cuando volví de la plaza donde había estado patinando y después que me hubiera bañado, mi padre me llevó a su consultorio, que cerró con llave, y comenzó a manosearme.

Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos. 

Mi familia, en ese entonces, vivía turbulencias profundas. Yo misma vivía de convulsión en convulsión. Cuando un familiar te manosea a los 8 años sentís repugnancia por vos, por tu cuerpo y a la vez se abre un enigma: “qué despierto en el otro”. Hay una búsqueda, una curiosidad. Gesto de rechazo y, simultáneamente, de complacencia. Eso te produce una profunda confusión, un sentimiento de culpa: “yo lo provoqué”. En mi caso, fue así: “yo soy la mala”. Un sentimiento de inferioridad, de desconfianza, de miedo, de temor. Es una situación muy, muy jodida.

En parte, sí. El campo embrutece, baja las defensas, picanea los instintos. El campo, la naturaleza, no perdonan.

Nunca lo hablé con mi madre. Con mi padre, dejé de hablar a los 12 años, cuando me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata.

A las monjas les debo la vida y las de mis afectos.

A partir de mi ingreso al colegio de Mar del Plata, no sólo dejé de ir a El Yapar, sino también a la casa de Juárez. Algo, alguien o alguna circunstancia me hizo cortar definitivamente con mi padre.

Hablé el tema largamente con las monjas. Ellas me comprendieron, me explicaron y me contuvieron. Ignoro si ellas hablaron con mis padres.

Sigo ligada a la congregación. Terminé el secundario en el Gran Buenos Aires, en un colegio de la orden que funciona en el partido de Berazategui.


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Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Este relato se compone de 5 entregas, la segunda de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)