lunes, febrero 18, 2008

Los decires de Adriana (II)

Por Roque Domingo Graciano

“Gozaba de una sensación especial de libertad”

La Plata era una ciudad de calles anchas y arboladas. Me encantaban los tranvías. El viejo Teatro Argentino con su Jardín de la Paz. Los edificios públicos construidos simétricamente y con amplios jardines. Una ciudad doctoral y juvenil al mismo tiempo. Doctores jóvenes; jóvenes reflexivos y maduros. La ciudad perfecta de Argentina si tuviera el mar en el Bosque* , lamiendo las escalinatas de la Facultad de Medicina. Semanalmente, iba al juzgado en lo Penal para presenciar juicios orales. En ese entonces, los juicios orales no eran tan frecuente como hoy. Me fascinaba Robert Alcorta (creo que así se llamaba). Era un penalista astuto que farandulizaba la exposición oral y que trabajaba con seriedad y profesionalidad lo pericial.

La facultad funcionaba en el edificio central de la universidad; en calle 7 entre 47 y 48. En ese edificio, funcionaban el rectorado y todo el aparato administrativo, la Facultad de Humanidades (en la planta baja hacia calle 6) y la Facultad de Derecho en la planta alta. Se podía entrar tanto por calle 7 donde había un amplio jardín con la estatua de Joaquín V. González como por calle 6, donde también había un jardín con palos borrachos, coníferas y canteros con flores y bancos de cemento donde se sentaban los estudiantes a leer o conversar.

Gozaba de una sensación especial de libertad. Viajaba con frecuencia a Buenos Aires. En La Plata iba a bailar y a divertirme al Jockey, al club Universitario de calle 46 y con Beto Peregrina (un bahiense, jugador de básquetbol y abogado del Banco Nación), cenábamos todos los sábados en el comedor del Colegio de Escribanos de calle 13. Toda esa etapa fue de mucha oxigenación, de mucha movilización intelectual, emocional y ¡hormonal!

“cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos”

Beto Peregrina nació y se crió en Bahía. En La Plata estudió derecho, se recibió, entró a trabajar en el Banco Nación y se quedó en la ciudad hasta su muerte. La madre de Beto era de una familia pudiente del centro de Juárez, los McLean. Ese es el motivo por el que fue una de las primeras relaciones que tuve en La Plata. Asimismo, en el colegio de la congregación en Mar del Plata, estudié con una prima y una sobrina de Beto. Los McLean fueron militantes destacados del radicalismo yrigoyenista y mantuvieron célebres enfrentamientos con el caudillo conservador Fumará. Particularmente, en Juárez, se recuerda la defensa que los McLean hicieron del maestro socialista Juan José Bernal Torre, durante el revival conservador de los años 30.

Beto Peregrina se suicidó. Se suicidó por amor.

A Beto lo conocía de mentas, por referencias de sus parientas que, como no podía ser de otra forma, estaban recalientes con el flaco. Como el parentesco les impedía concretar la relación, deseaban que yo lo conquistara. Así, cuando me vine en quinto año al colegio de Berazategui, ellas armaron la cosa para que nos encontráramos. Beto fue a visitarme; no fue solo sino acompañado de su madre, Anabella McLean. Todo perfecto. La madre era de Juárez, amiga de la familia de mi madre y de mi padre. Todo bien. Beto me dejó su dirección y su teléfono en La Plata y cuando yo salía los fines de semana o los feriados me comunicaba con él. Fue absolutamente natural que yo, una chiquilina de 17 años, también me calentara con aquel flaco pintón de más de 1'80, rubio, atlético, casi 10 años mayor. Beto no apresuró la cosa ni se bebió de un trago la copa que se le ofrecía. Se tomó su tiempo. Salíamos a comer, al cine, a Buenos Aires, a visitar parientes y amigos comunes, y me devolvía casta y pura al colegio.

Una noche, con Beto, salimos en tren de la estación Constitución. El tren iba hasta La Plata, donde vivía él. Yo me tenía que bajar unas estaciones antes, en la estación Pereyra, que era exactamente donde estaba el colegio. La llamada estación Pereyra era un apeadero, con dos plataformas de cemento paralelas a las vías del tren, 4 ó 5 faroles que se encendían al oscurecer y nada más. No tenía boletería ni refugio para los pasajeros. A los 200 metros hacia el este, estaba el convento. Era una zona de espesa vegetación, una prolongación de la llamada selva marginal de Punta Lara, con no más de diez casas de familia, un destacamento militar en las cercanías, unas instalaciones ferroviarias y punto. Nada más.

Esa noche veníamos de visitar amigos y divertirnos. Yo estaba más que lanzada. Él aceptaba mis coqueteos y arrimes, pero tomaba distancia y no permitía una confrontación abierta. Por mi lado, era muy jovencita y no manejaba el arte de la seducción. No obstante, algo pasó. El tren, respondiendo al mandato de mi subconsciente, no se detuvo (como debía hacerlo) en la estación Pereyra. Se detuvo en la estación siguiente, Villa Elisa.

—Desde aquí no tengo medios para regresar al colegio.

El guarda del tren se deshizo en disculpas y le echó la culpa al maquinista. El maquinista derivó la responsabilidad al señalero y en definitiva, convinimos en seguir hasta La Plata y tomar el tren de regreso. En La Plata, nos enteramos que el próximo tren que nos podía llevar a la estación Pereyra salía dentro de 5 horas. Una locura. ¡5 horas sola con Beto! Yo estaba dispuesta a aceptar lo que viniera. Bien, Beto me llevó al Hotel Provincial, me alquiló una habitación y ordenó que a las 7 de la mañana me despertaran y a las 7 y media comunicaran al colegio dónde estaba yo y que iba en viaje hacia Pereyra. Me dio un beso y se retiró. ¡Todo un caballero! A la mañana siguiente volví pura y casta al convento.

Lo conversé con la monja que era mi guía. Me preocupaba que él pensara que yo era una mocosita, una inmadura. Me mortificaba mi incapacidad de atracción, mi torpeza en la seducción. La monja me dio una explicación que me convenció:

—Él es un profesional casi 10 años mayor que vos. Vos sos menor. Toda, absolutamente toda la responsabilidad es de él y eso él lo sabe. Vos podés ser imprudente; se te va a perdonar. A él, no.

Así la cosa, me enganché con otro flaco y después con otro, y Beto pasó a un segundo plano.

Cuando andaba en la compra de un departamento en La Plata, lo consulté para que me orientara y, a partir de esa transacción inmobiliaria, mantuvimos un contacto diario. Solícito, me orientó sobre inmuebles, inmobiliarias y planes de financiamiento. Todo OK.

Pensé que ahora que yo vivía sola en La Plata y era mayor de edad podría concretar una relación más profunda con el esquivo Beto. No me equivoqué. Un sábado a la noche, después de la cena en el Colegio de Escribanos de calle 13, lo invité a mi departamento a tomar un café y tuvimos sexo, que era lo que yo necesitaba. Todo bien. Me satisfizo completamente.

Durante esa relación descubrí que Beto Peregrina consumía psicofármacos bajo prescripción médica, y que, tras su apariencia contundente, era un ser vulnerable; pero nada más. Jamás tuve indicios de otra cosa.

El noviazgo se diluyó sin pena ni gloria y sin llantos de mi parte ni la de él. Seguimos siendo buenos amigos que se veían esporádicamente. A los dos años más o menos, una tarde, me hablaron por teléfono de Juárez y me informaron que Beto se había suicidado, que se había ahorcado en el Bosque platense (detrás del Observatorio Astronómico); que un ciclista que había penetrado entre la maleza (para orinar o number two) lo había descubierto; que hacía más de 48 horas que se había ahorcado para cuando descubrieron el cadáver.

¡Te imaginás! Sin aviso, la imagen de Beto se actualizó en mí, dramáticamente. Recordé lo vivido, lo charlado con él y no encontré explicación. Días después, a través de un funcionario policial oriundo de González Chaves, tuve una versión creíble:

—Beto Peregrina era homosexual. Hace cosa de un año lo enviaron a la sucursal de calle 12 y 57 para realizar una auditoría y otras tareas conexas. Allí conoció y se calentó con el contador de la sucursal, Francisco Kuhenca. Al principio la cosa no pasó a mayores, sólo el guiño cómplice de los empleados de la sucursal y el lastimero comentario en voz baja de las empleadas. Después se presumió una cierta intención de chantaje por parte de Peregrina contra Kuhenca que obligó a la intervención del jefe de auditoría. No pasó nada. Todo prosiguió en aparente calma y orden. Más tarde, a Peregrina, le llamaron la atención porque no entregaba el informe pertinente y demoraba en exceso su estadía en la sucursal de calle 12. A todo esto, el coqueteo con Kuhenca tomaba ribetes desopilantes y hasta los clientes de la sucursal lo comentaban. Cuando la situación se volvió insostenible, por orden del gerente de la sucursal, Peregrina debió limitar su gestión y entregar el informe. Fue un golpe duro para Beto. Alejado de Kuhenca, con cualquier pretexto volvía a la sucursal y cuando se enfrentaba a su enamorado se le dilataban las pupilas, transpiraba, sufría taquicardias y mareos. A la hora de entrada solía merodear por la sucursal y también a la tarde, cuando presumía que podía encontrase con el contador. Por ese entonces solía caminar por el Bosque, recitando poesías. A veces tenía accesos de angustia y lloraba desconsolado. Una tarde, unos atletas que estaban entrenando lo vieron penetrar entre los arbustos. No le dieron importancia al hecho. Dos días después, un ciclista encontró su cadáver.

* * *


* Zona densamente arbolada de la ciudad de La Plata comprendida, aproximadamente, entre las calle 115 a 122 y 50 a 60. También, en ese espacio tienen su asiento el zoológico, el Museo de Ciencias Naturales, el Observatorio Astronómico, entidades deportivas y otras instituciones. (El Ordenador)


Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Esta es la segunda entrega de las 5 de que se compone este relato, la tercera de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)

No hay comentarios: