domingo, febrero 10, 2008

Los decires de Adriana (I)

Por Roque Domingo Graciano

"Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos"

Nací en una clínica de Mar del Plata; fue un aterrizaje técnico, porque mi niñez transcurrió en el pueblo de Juárez y en un campo de González Chaves, EL Yapar, propiedad de los padres de mi madre, mis abuelos maternos.

Mi padre era médico y tenía su casa y su consultorio en Juárez. Mi madre es maestra y por aquellos años trabajaba en una escuela rural a 15 kilómetros de Álzaga y a 5 kilómetros de El Yapar. De lunes a viernes, solía vivir en el campo de su padre, El Yapar. Hasta ahora conservamos ese campo de 15.000 hectáreas.

La casa de El Yapar, en mi niñez, era una construcción de techo de chapas de zinc con 4 caídas que se sostenía con tirantes de pino a la vista y cielorraso de pino tea. Alrededor de toda la casa había (y todavía hay, porque la estructura básica sobrevive) una galería de 3 metros de ancho. El alero de la galería se sostiene en columnas de quebracho. El piso de la galería es de calcáreo y está elevado con respecto al terreno circundante unos 40 centímetros. Todas las habitaciones daban a la galería y ninguna tenía ventana. Arriba de cada una de las puertas hay una banderola. Las paredes eran de ladrillo revocado con cal y arena de conchilla. Había 7 habitaciones de más de 17 metros cuadrados cada una, con pisos de calcáreos que se limpiaban con aserrín y querosene. La habitación que daba hacia el lado de la tranquera, la que mira hacia el noreste, servía de sala-comedor. La opuesta era la cocina. Las otras eran habitaciones dormitorio. En la casa no había baño. La letrina quedaba a una treintena de metros de la casa y de noche, en los dormitorios, se utilizaban bacinillas para orinar. La galería era el límite entre los animales y las personas. Las gallinas, los perros, los patos, los chanchos, las ovejas, los caballos y las vacas deambulaban alrededor de la casa. Contiguo a la casa, se ordeñaba, se cortaba leña, se carneaba, se arreglaban los vehículos. La galería era el límite que los animales no podían transponer; ni los perros ni los gatos. Detrás de la cocina había una bomba manual para sacar agua y a 40 metros había un molino, y un tanque australiano un poco más allá. Entre la cocina y el molino se amontonaban los restos de carros, jardineras, coches de a caballo, camiones, autos, tractores y otros desechos. También se levantaban allí dos galpones precarios de paredes y techo de chapas de zinc, sin puertas, donde solían vivir los peones golondrina para la cosecha y otros huéspedes transitorios del establecimiento. Cercando este espacio, crecía salvajemente un semicírculo de siemprevivas cuya función era proteger la casa de los vientos del sur y del sudoeste. Más atrás, ya en pleno campo y en la misma dirección, se erguía un monte de eucaliptos y paraísos. En ese monte estaba la fosa que contenía los malones de los indios en el siglo XIX.

En la época de lluvias no se podía salir de la galería, pues el fango impedía caminar a las personas. Entonces había que hacer senderos con troncos y piedras.

Mi abuela, mi madre, mi hermano mayor y yo utilizábamos el dormitorio o habitación principal. Ya en ese entonces, mi abuelo materno había muerto. Él murió cuando yo tenía un año. El hermano mayor de mi mamá ocupaba otra habitación con su mujer y sus dos hijos, mis primos. Había una habitación donde dormían los hombres y otra donde dormían las mujeres. En la cocina, había una inmensa económica de hierro fundido, negra, con 8 hornallas y un horno; siempre estaba encendida; se alimentaba a leña por adelante y a toda hora; de día y de noche se podía encontrar una olla de 10 litros y una pava de 5 litros con agua hirviendo. Era un fogón de 2,80 por 2 metros y 0,80 de altura, y funcionaba en invierno y en verano. En invierno, de noche, se la encendía al máximo y durante la noche se le echaba más leña.

Desde los 3 ó 4 años, acompañaba a mi mamá a la escuela. Íbamos en un camión Ford A o en carro tirado por caballos, cuando el camino impedía viajar en camión.

Se lo llamaba carro con capota; algo parecido a lo que aquí, en Buenos Aires, se llama mateo. También, íbamos en una jardinera con capota. La jardinera era un carro pequeño de dos ruedas tirado por uno o dos caballos. Esa jardinera tenía ruedas de un viejo Ford T, con cámaras y cubiertas, y su andar era, por lo tanto, rápido y suave.

Mi mamá sabía manejar todo: carros, camiones, tractores, pero cuando íbamos a la escuela o a Juárez, no manejaba ella sino alguno de mis tíos o el tractorista.

En esa escuela hice casi todos mis estudios primarios. Había sólo dos maestras: la señorita Marta y mi mamá, que además era la directora. Las maestras también hacían de mucamas, cocineras, psicólogas, enfermeras, arregladoras de conflictos familiares y mucho más. Los alumnos les solían regalar grandes ramos de aromo.

Si uno lo compara con la vida urbana actual o aún con la vida que hoy se hace en El Yapar, la higiene dejaba mucho que desear. Nunca vi una mujer bañarse ni higienizarse. Mi madre, mi hermano y yo nos bañábamos en la casa de Juárez, los fines de semana. Los hombres se higienizaban en el piletón que estaba debajo de la bomba, detrás de la cocina, cuando volvían de sus tareas a la tarde; se lavaban los pies, la cabeza, el torso y las axilas; no se desnudaban; no se quitaban el pantalón; no se lavaban nada más.

Un suicidio precipitó mi internación en un colegio de Mar del Plata. En El Yapar había una niña de mi edad muy descuidada físicamente, con pupas en la cara y en el cuerpo; siempre mocosa, con tos y aspecto de persona enferma. Con frecuencia jugábamos en la galería de la casa. A ella la fascinaban las revistas del espectáculo como Radiolandia, Antena y similares que yo traía del pueblo. Siempre me decía que quería ser artista, que sería artista:

— Quiero estar entre pieles comiendo bombones y que un negro me abanique.

Miraba las fotos de las artistas y el rostro se le iluminaba. Era su único momento de felicidad. Una tarde, mientras mis parientes estaban en las libaciones y en la picada, discutiendo ruidosamente sobre el partido de fútbol del domingo, en una de las habitaciones de la casa sonó el estampido de una escopeta calibre 16. Yo estaba en la galería a pocos metros de los hombres. Como un resorte, mágicamente, lívidos todos, se pusieron de pie. Los perros huyeron y un caballo rompió la soga e inició una carrera enloquecida. Una de mis tías me agarró de atrás y me arrastró hasta un auto, me metió en él y ya no volví a entrar en la casa por varios años. Esa noche dormí en el domicilio de unos familiares de González Chaves y pocos días después me internaron en el colegio de monjas. Más tarde me enteré que la amiga de mi infancia se había suicidado y, años después, supe que estaba embarazada como consecuencia de una violación. 

Cuando 5 años más tarde regresé al establecimiento, la vieja construcción de 7 habitaciones y techo de zinc era utilizada como depósito y la familia vivía en la nueva casa de tres plantas, con gas, energía eléctrica, cinco baños, teléfono, pileta de natación y cancha de tenis. Otra vida. La familia había comprado campos vecinos y arrendado otros para su explotación. No había lugar para la nostalgia sino para el trabajo duro y la fiesta ruidosa: “Detrás del monte está la fosa para contener a los indios; ya no hay más indios ni los que murieron en los enfrentamientos.”

"me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata"

La casa de Juárez estaba a 20 metros de la plaza. Era un chalet con tejas coloniales. Adelante tenía un pequeño jardín, un porche y el primer ambiente era la sala de espera que utilizaban los pacientes de mi padre. A la izquierda de la sala de espera estaba el consultorio y detrás del consultorio había otra habitación amplia e iluminada que era el estudio de mi padre. Todo eso era de él y la familia no tenía acceso. Ni siquiera teníamos llaves de esas dependencias. Detrás del estudio de mi padre quedaban dos habitaciones de 3 por 3, una cocina y el comedor. Al costado de la casa había una parra hasta la altura del techo. Era un espacio ideal para un garaje. No obstante, la casa no tenía entrada de autos. Mi padre tenía auto, si bien no recuerdo dónde lo guardaba. En la casa, no, porque no había por donde entrarlo. Detrás de la casa estaba el rancho, una construcción de madera a modo de quincho cerrado que se utilizaba como depósito y donde jugábamos en mis tardes de Juárez.

Las paredes de la casa eran de óptima calidad, revestidas con piedra Mar del Plata. Los pisos eran de pino tea, con cielorraso de machimbre a la vista y aberturas de cedro barnizado. Entre los dos dormitorios había un baño. Como la casa no tenía gas, en el baño había un calefón eléctrico y la cocina funcionaba a base de querosene. En verano utilizábamos ventiladores y en invierno estufas de querosene a gota: iban quemando la gota que caía de un botellón invertido.

En Juárez mis juegos eran el patinaje en la plaza de la esquina y las figuritas de Radiolandia. Recortaba las fotos de los artista y en el rancho armaba una imaginaria aula y les daba clases. El fútbol me gustó desde chica. Soy hincha de River; es una herencia de El Yapar. Los hombres de la estancia, los domingos, rodeaban la radio y escuchaban los relatos de los partidos de fútbol. Llevada por el afecto de uno de mis tíos, me hice hincha de River. En una ocasión en que estaba en la playa de Mar del Plata, encontré al equipo de primera de River y me saqué una foto en la que yo estaba delante de ellos, todos ellos con el torso desnudo. Verdaderamente me calentaban; los futbolistas fueron un manantial erótico en mi niñez. En otra oportunidad encontré, también en la playa, a Labruna, que estaba de luna de miel, y me saqué una foto con la pareja. Esas fotos las conservé hasta que me fui a Centroamérica.

La relación con mi padre fue una relación fuerte. Él fue mi primer hombre biológica, emotiva y sexualmente. Él me violó.

Fue un manejo jodido; desde pequeña, desde niña, me condicionó. Por ejemplo, solía ser él quien me atendía en su consultorio, en el pueblo, y en una oportunidad, cuando yo tenía 6 años, me dijo que él podía matarme. Nadie se daría cuenta de que él me habría matado porque era mi médico y, por sobre todas las cosas, porque era mi padre. Nadie sospecharía de él. Me condicionó como si yo fuera un satélite, un muñeco, un juguete de él. Una tarde, estando en Juárez, cuando volví de la plaza donde había estado patinando y después que me hubiera bañado, mi padre me llevó a su consultorio, que cerró con llave, y comenzó a manosearme.

Tuve una infancia de pesadillas, de espanto, de noches sin dormir. No tuve niñez. Tuve miedos. 

Mi familia, en ese entonces, vivía turbulencias profundas. Yo misma vivía de convulsión en convulsión. Cuando un familiar te manosea a los 8 años sentís repugnancia por vos, por tu cuerpo y a la vez se abre un enigma: “qué despierto en el otro”. Hay una búsqueda, una curiosidad. Gesto de rechazo y, simultáneamente, de complacencia. Eso te produce una profunda confusión, un sentimiento de culpa: “yo lo provoqué”. En mi caso, fue así: “yo soy la mala”. Un sentimiento de inferioridad, de desconfianza, de miedo, de temor. Es una situación muy, muy jodida.

En parte, sí. El campo embrutece, baja las defensas, picanea los instintos. El campo, la naturaleza, no perdonan.

Nunca lo hablé con mi madre. Con mi padre, dejé de hablar a los 12 años, cuando me instalé definitivamente con las monjas, en Mar del Plata.

A las monjas les debo la vida y las de mis afectos.

A partir de mi ingreso al colegio de Mar del Plata, no sólo dejé de ir a El Yapar, sino también a la casa de Juárez. Algo, alguien o alguna circunstancia me hizo cortar definitivamente con mi padre.

Hablé el tema largamente con las monjas. Ellas me comprendieron, me explicaron y me contuvieron. Ignoro si ellas hablaron con mis padres.

Sigo ligada a la congregación. Terminé el secundario en el Gran Buenos Aires, en un colegio de la orden que funciona en el partido de Berazategui.


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Roque Domingo Graciano © Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin permiso expreso de su autor.

(Este relato se compone de 5 entregas, la segunda de las cuales será publicada en un plazo aproximado de 10 días a partir de esta fecha)


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